Close

Pandemia sin instrucciones: desde el rompecabezas de Perec

Narrar al describir

¿Cómo analizar un texto que pretende narrar una cierta totalidad? ¿Cómo recorrer una novela que difumina la dicotomía luckacsiana del “narrar o describir” y en ese terreno poco claro se alza para contarnos un todo? La vida instrucciones de uso (1978) de Georges Perec se concentra en un edificio, el número 11 de la calle Simon-Crubellier. En rigor, se desconcentra: toma ese portal como punto de partida para describir (y desde la descripción, narrar) la totalidad de lo que sucede en cada uno de los espacios de la propiedad. Del subsuelo (sótanos, calderas) a las buhardillas que rasquetean el cielo parisino; de las zonas de paso (ascensores, escaleras, pasillos) a los departamentos (veintiocho, si contamos las habitaciones de servicio). El narrador de esta novela va a fondo. Describe, y narra, porque reiteramos que en este texto ambos procedimientos van de la mano, como si la descripción de un objeto, de su acumulación, o de una habitación vacía fueran una modulación del eco narrativo. Objetos y vidas (reales e imaginarias), dormitorios, baños, frustraciones, cartas, mapas, grabados, pinturas, animales, guerras, viajes, magos, infancias, adulterios, estudios, juguetes, juegos, estrategias, venganzas. Lo imaginable que se extiende más allá de lo que podamos imaginar. La vida.

“Abre bien los ojos, mira”. Con ese epígrafe, cita del Miguel Strogoff, de Julio Verne, Perec nos suelta la mano para que divaguemos a nuestro gusto por este edificio narrativo- descriptivo. El narrador nos propone un orden que podemos desandar cada vez que creamos necesario, la novela es un puzle que se arma con la lectura y en ese proceso se resiste a ser atado. Con su estructura, afirma la puesta en abismo en tanto procedimiento que atraviesa el texto. El narrador se concentra en un punto de París y a partir de allí llega a la totalidad del universo, como si este edificio fuera un Aleph que contiene todo. También podemos pensar cada vida de cada habitante de cada departamento como una pieza de un rompecabezas que encaja o desencaja en la cronología de la vivienda.

Leer un puzle, armar una novela

Bartlebooth, uno de los habitantes de la casa de los que más llegamos a saber en el texto, se propone llevar a fondo un único proyecto a lo largo de su vida. Aprende a pintar acuarelas, viaja por el mundo pintando puertos de mar, manda a hacer rompecabezas con dichas obras a medida que las termina (quinientos puzles serán en total, cada uno de setecientas cincuenta piezas, confeccionados por Gaspard Winckler), ordena archivar las cajas que los contienen, regresa a París y dedica el resto de su tiempo a recomponer los puzles. El proyecto no termina ahí: con el rearmado de los rompecabezas “se reestructurarían las marinas, de tal manera que pudieran despegarse de su soporte, trasladarse al lugar mismo en el que –veinte años atrás- habían sido pintadas y sumergirse en una solución detersiva, de la que saldría una simple hoja de papel Whatman intacta y virgen” (p. 148). El objetivo: exprimir al máximo una porción de la realidad, crear y a la vez destruir la propia creación. En palabras del narrador: “Imaginemos un hombre […] cuyo deseo estriba en querer abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo –proyecto que se destruye con sólo enunciarse-, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible” (p. 147). Eso hace Bartlebooth a lo largo de su vida, ese mismo efecto consigue Perec con su texto. En el caso de este último, al inmiscuirse a fondo en el edificio parisino y concentrar allí toda su atención, abarca el mundo, se despliega y descentra.

La similitud entre el proyecto de los puzles y esta novela no termina ahí. Al proponer como argumento central el proyecto de Bartlebooth, Perec nos permite reflexionar, como en un espejo, acerca de la práctica de la lectura. Armar rompecabezas parece un juego solitario, pero no lo es: “Cada gesto que hace el jugador de puzle ha sido hecho antes por el creador del mismo; cada pieza que coge y vuelve a coger, que examina, que acaricia, cada combinación que prueba y vuelve a probar de nuevo, cada tanteo, cada intuición, cada esperanza, cada desilusión han sido decididos, calculados, estudiados por otro” (p. 238). La lectura tampoco es un acto solitario, por más cobijados que nos pongamos a leer en la soledad de nuestros rincones: otro, antes, ha dispuesto las palabras en la página; otro, antes, ha trazado un contorno para que en dicho espacio cada término haga su danza. A pesar de esto, la lectura es una práctica creativa que nos permite armar un puzle propio, salirnos del contorno establecido por el creador y proponer nuevos diseños y combinaciones. El armador de puzles, en ese aspecto, queda más constreñido por los límites materiales que imponen las piezas del juego y sus contornos.

Puzle y novela, jugador y lector, constructor y autor vuelven a entrar en una relación de puesta en abismo cuando el narrador explica de qué manera Winckler concibe cada uno de los puzles que construyó para Bartlebooth: “Gaspard Winckler había considerado la fabricación de aquellos quinientos puzles como un todo, como un gigantesco puzle de quinientas piezas cada una de las cuales fuera un puzle de setecientas cincuenta piezas, y estaba claro que cada uno de aquellos puzles, para ser resuelto, exigía un ataque, una mentalidad, un método y un sistema diferentes” (p. 395). Pensar esta novela como un puzle nos permite articular cada capítulo en relación con una totalidad (el texto mismo) y en torno a un espacio que funciona como anclaje textual (el edificio de la calle Simon-Crubellier). Cada capítulo es una vida, una casa, y bien sabemos que, como dice la frase, “cada casa es un mundo”. Nunca una obviedad describió mejor una situación narrativa.

“Abre bien los ojos, mira”, dijimos que dice el epígrafe. Con esa consigna nos introduce el autor en el texto. A pesar de las diferencias entre cada capítulo, que demandan distintas actitudes de nuestra parte como lectores, hay una actitud común a todos: dejar de ver, mirar. Eso hace el narrador, y con esa mirada nos invita a adentrarnos en el texto. Así como cada puzle está conformado por piezas, cada capítulo está conformado por vidas, objetos, ambientes, decorados. Cada decisión estética, cada elección en la disposición de los ambientes, cada ausencia o presencia de cosas revela un sujeto detrás y es, a su vez, un puzle, una clave para entender a quien habita un determinado espacio.

El abismo de lo cotidiano

Si pensamos en un personaje que funcione como hilo conductor a lo largo del texto, tendríamos que mencionar a Valène, el maestro de Bartlebooth, testigo de idas y venidas en el edificio, de cambios de vecinos y de administradores, de guerras, incendios, crecimientos y muertes (incluida la del propio Bartlebooth), de fugas, acumulaciones y fiestas, velorios, endeudamientos, matrimonios y frustraciones. La obra de este personaje también se sitúa en una relación de puesta en abismo con la vida del edificio: así como la imagen del puzle permite leer la vida de Bartlebooth y la estructura del texto en una misma línea, así también Valène planea hacer una obra en la que se retrate la vida de los habitantes de la vivienda. El capítulo LI condensa el procedimiento de la puesta en abismo. Los párrafos, plenas enumeraciones, nos recuerdan al Borges de “El Aleph” que intenta dar cuenta de lo que vio en ese punto del universo que contiene todos los puntos, sabiendo que su intento está perdido, porque el lenguaje es sucesivo (sintagmático) y en cambio el Aleph se maneja con la simultaneidad: “Se representaría pintándose a sí mismo; y a su alrededor, en el gran lienzo cuadrado, todo estaría ya en su sitio: la caja del ascensor, la escalera, los rellanos, los felpudos, las habitaciones y los salones, las cocinas, los baños, la portería, el portal con su novelista americana que consulta la lista de los inquilinos, el almacén de la señora Marcia, los sótanos, la caldera de la calefacción, la maquinaria del ascensor. […] Y rodeándolo por todos lados, la larga cohorte de sus personajes, con su historia, su pasado, sus leyendas […]” (p. 274- 275). A continuación, un listado de ciento setenta y nueve situaciones, las mismas que pueden encontrarse a lo largo de los diversos capítulos del texto de Perec. En el último lugar, “El viejo pintor que hizo caber toda la casa en su tela” (p. 282). Valène proyecta retratar a todos sus vecinos en un cuadro, Perec se adelanta a su personaje y hace lo propio en la novela.

En las intenciones de la obra de Valène vemos también lo que hace el narrador de Perec al estar narrando la vida en la calle Simon-Crubellier. Valène reflexiona acerca de las vidas singulares de cada habitante, acerca de las cosas, piensa en “el lento acostumbramiento del cuerpo al espacio, en toda aquella infinidad de acontecimientos minúsculos, inexistentes, irrelatables […], en todos aquellos gestos ínfimos en los que se resumirá siempre del modo más fiel la vida de un piso y que vendrán a trastornar de vez en cuando, imprevisibles e ineluctables, trágicas o benignas, efímeras o definitivas, las bruscas rupturas de una cotidianidad sin historia” (p. 160). El narrador de Perec afina la mirada y la incrusta en lo que suele dejarse al margen, en lo poco digno de ser relatado que es, a fin de cuentas, lo que configura el día a día de los habitantes del mundo. Esta mirada en el detalle, en lo que aparenta ser poco relevante, en lo doméstico, resalta aún más al ser leído en el contexto actual. Aislados, los que podemos quedarnos en nuestras casas nos enfrentamos cara a cara con nuestras prácticas cotidianas sin el velo de la novedad que acarrean consigo los estímulos exteriores. Se desenmascara lo que nuestra vida tiene de repetitivo, se remarcan los pliegues de nuestros hogares: ¿cómo nos llevamos con eso?

Cuando el narrador de la novela se detiene en Valène y focaliza la narración desde su punto de vista, conocemos más acerca del personaje. Valène es aquel vecino histórico, contemplativo, que detrás de una aparente indiferencia es quien más reflexiona acerca del transcurrir cotidiano. Este hombre le presta atención a los espacios periféricos del edificio, aquellos que suelen pasar desapercibidos para los propios habitantes: los llamados “lugares comunes”, los lugares de paso, como las escaleras. “Las escaleras, para él, eran, en cada planta, un recuerdo, una emoción, algo trasnochado e impalpable, algo que latía en algún sitio con la llama vacilante de su memoria: un ademán, un perfume, un ruido, un espejismo, una mujer joven que cantaba arias de ópera acompañándose al piano, un traqueteo torpe de máquina de escribir, un pertinaz olor a desinfectante de cresol, un clamor, un grito…” (p. 85) y la lista sigue. ¿Qué son, para vos, las escaleras de tu edificio? ¿Qué queda en ellas del trajín de la jornada? ¿Cuál es su temperatura, cuánto miden los escalones que la componen? ¿Te sentaste a llorar alguna vez en las escaleras de tu edificio? ¿A quién besaste sobre la baranda?

París en casa

Compré la novela de Perec una tarde de junio de 2017. Era junio sin barbijo ni distancias, lo recuerdo porque tenía el tapado gris y el librero de La Barca me dijo que era el mismo gris del cielo de la tarde. Algo así. Me llevé a casa la novela sabiendo que ese año no iba a poder leerla, no estaba para textos largos. En la página cuarenta y siete lo abandoné, era obvio. ¿Por qué lo compré, entonces? Juntó ácaros en el centro de la biblioteca hasta que lo recuperé a mitades de mayo de este año. 2020, ASPO, pandemia, ganas de leer un libro bien, pero bien extenso. De tanto merodear por casas ajenas mediante la pantalla, a través de diversas aplicaciones, recordé al narrador de Perec. Ahora que me volví experta en irrumpir en livings de otros, ¿qué me pasará si me meto en los departamentos de los vecinos parisinos? Entonces probé.

¿Hay diferencias entre el narrador de la novela y mi rutina actual, que también consiste en inmiscuirme en los espacios de otros? Este año devine narradora omnisciente de las vidas con las que me tejo habitualmente. De todos modos, encuentro varias distinciones entre mi mirada vía Zoom, Meet o Jitsi y la mirada de quien narra el texto de Perec. La principal es la falta de panorama, la falta de tacto: el narrador del francés merodea, pasa su pulgar por superficies, degusta, se acerca microscópicamente, escucha matices, comprueba cuán mullidas son las alfombras. Yo veo personas en cuadraditos, escucho voces teñidas de un matiz metálico, presencio bocas que no se condicen con lo que sale de ellas, frases que van retrasadas, poses un tanto monstruosas, un borroneo, veo una persona en un cuadrado por medio de una pantalla, en una imagen, fuera de contexto y a su vez en su propio (con)texto.

Las casas ajenas que veo son retazos. Plantas y bibliotecas. Gatos. Ventanas que dan a calles que no sé cuáles son. Cuadros. Cortinas blancas, paredes rojas. Azulejos de cocina. Heladeras con imanes indistinguibles. Repisas de baño. Sombras, ladridos, infancias. Entramos en casas ajenas, lo hacemos ahora todos los días, más de una vez por día. ¿Cuántos hogares tomé por asalto en lo que va del año? ¿A cuántos hospedé sin invitar? Cuando hacemos videollamada de a varios, intentamos recomponer la comunidad, burlar los bordes de los cuadrados que nos limitan y estrecharnos una mano, atajar una caricia. ¿A quién le llega ese mosaico? ¿Alguien hace algo con ese mosaico? ¿Por qué sospecho que lo que ese alguien hace con el mosaico no es arte, sino acumulación, acumulación de datos, una forma más de acumulación en esta nueva versión del capitalismo 2.0?

Siempre que me acuesto, antes de ponerme en modo dormir de verdad, pienso en lo sucedido en el día. Ahora la recapitulación es con menos cuerpo. Voces entrecortadas, imágenes pixeladas, nombres en recuadros, nombres en círculos, apodos, iniciales, imágenes que no representan a las persona que me hablan. Prevalece el recorte. No hay tacto, no hay saliva que me salpica, las toses llegan en cuotas y sin vientito. No hay empujones en el subte, ni roces en la calle, ni choque de manos en un bar, ni carraspeo de la butaca de al lado. Mis recuerdos del día son abstractos, son nubes de plástico, cristales que se deslizan sin posibilidad de rasgarse, mi cuerpo sale impoluto de cada día, el ruedo del pantalón no se mancha de vereda, las remeras no tienen olor a transpiración cuando me las saco, ni las medias, olor a pata. Nos metemos en casas ajenas pero medio de mentira, estamos y no estamos, entramos sin cuerpo, amenazantes en mirada y escucha. Tocamos sin tocar las puertas que no sabemos adónde quedan, invadimos ambientes a los que no fuimos realmente invitados. ¿A cuántas de las personas que hoy entran en tu hogar con las cámaras invitarías de manera presencial y voluntaria? Yo, a casi ninguna de ellas.

Re-tocar los cuerpos

En el último capítulo de la novela de Perec, se procura mostrar en simultáneo la vida de cada habitante de la casa desde un presente de enunciación (veintitrés de junio de 1975). En este, se narra la muerte de Bartlebooth, que transcurre, como era de esperar, mientras hace uno de los rompecabezas. A diferencia del resto de los capítulos, este, el XCIX, tiene un epígrafe: “Busco a un tiempo lo eterno y lo efímero” (p. 568). Opuestos aparentes, podemos decir que tanto Bartlebooth en su proyecto vital como Perec en su texto logran dar con la alquimia para alcanzar esa búsqueda. Bartlebooth agota una porción de realidad, trata de llevar a fondo un proyecto que lo consume (y que no termina) y en eso encuentra un sentido. Perec (así como Valène, en su proyecto de obra) retratan la minucia de la vida y en eso dan cuenta de la totalidad del mundo, porque qué es la vida sino esos instantes minúsculos que suelen pasar desapercibidos mientras esperamos “lo importante”. Lo eterno mediante lo efímero, la narración mediante lo descriptivo: en ese umbral, lábil y sólido como el portal del número 11 de Simon-Crubellier, encontramos una posible clave de lectura para abordar este desconcentrado texto.

Leer La vida instrucciones de uso en este contexto puede seguir dándonos pistas (no directivas) sobre cómo armar el puzle que atravesamos como humanidad. Conjugar cotidianidad con Historia, intentar no enloquecer al dejar que una cámara narradora omnisciente ingrese en una parcela de nuestras casas día a día. Entender que la vida está en lo cotidiano, y que el contacto con los cuerpos otros, singulares, distintos al propio, es un derecho: una práctica de lo sagrado que no podemos resignarnos a perder.

Edición del texto citado:

Perec, G. (2016). La vida instrucciones de uso. Barcelona: Anagrama.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

All posts by Soledad Arienza →

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.