Ensayo en el gesto el pavor del olvido, la ficción de la permanencia.

De ella recuerdo pocas cosas.
Que firmaba los mails con su inicial.
Que nunca usaba pantalón.
Que se vestía de oscuro (marrón-negro-gris topo).
Que cuando trataban de sacarla de tema, se prendía. Pero cuando se daba cuenta de que había que reencauzar, decía: “¿Vamos con lo nuestro?”
Que al finalizar cada texto, hacía un desayuno: desayuno gaucho, desayuno africano, desayuno borgeano, desayuno realista.
Que el día del desayuno africano iba a traer un jugo, y que, en teoría, el termo se le cayó en la puerta de Thames y toda la pulpa naranja se desparramó, pegajosa, bajo la neblina de agosto. Y Julito con un trapo rotoso limpiaba, sin dejar de chocar las manos de cada alumno que entraba al establecimiento. Digo «en teoría» porque nunca me creí esa anécdota del todo… siempre sospeché que había sido un vericueto discursivo, un artilugio para poner a prueba nuestra suspensión de la incredulidad.
Que el día del desayuno gaucho llevó una cremona, y yo no sabía qué era eso.
Que en las pruebas hacía preguntas para el diez y, en la de El Aleph, esa pregunta consistió en escribir cómo era el largo nombre de quien redactaba el undécimo capítulo de la obra Tahafut-ul-Tahafut. Un compañero lo supo.
Que su letra era baja y apaisada.
Que detestaba los barroquismos.
Que cumplía el 29 de noviembre.
Que una vez le pregunté si se olvidaba de sus alumnos pasado el tiempo, y ella me dijo que los nombres a veces se le borraban, pero que las caras, jamás.
Que en una charla que tuvimos usó la palabra vademécum.
Que una vez nos dio una fotocopia de Jorge Dubatti, cuando Dubatti, para mí, todavía no era nadie.
Que a veces entraba con una valija llena de libros y los ponía lentos sobre el escritorio, como si estuviera entregando su espíritu a la aduana de un país incomprensible.
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Tan poco es lo que recuerdo. Y con estas imágenes, sumados algunos mails, me inventé un retrato. Un retrato-relato, y así me cuento el cuento de una mujer que, en su discreción, fue arrasadora.
Releo textos que ni me acordaba haberle escrito. Sus respuestas con humor, siempre. Y acidez. Impecables en puntuación aunque estuvieran expresando una banalidad (nunca expresaba banalidades).
Años después resulta que escribo una tesis, y desde el momento en que la tesis empieza a existir como proyecto, como un robo al futuro, yo pienso, no, digo mal, no pienso, algo decide por mí que esa tesis tiene que ir dedicada a ella.
¿Qué hay detrás del gesto de dedicarle un texto a alguien que ya no existe? ¿Cuál es esa búsqueda?
Ensayo en el gesto el pavor del olvido, la ficción de la permanencia. Conjeturo que se trata del mismo impulso que me lleva a escribir una tesis, hacer del café un talismán del día, dotar de un aura brillante a la gente que quiero, fomentar el arte de la conversación y basar en él mis amistades. El mismo gesto que me hace invitar a un bar una persona que me genera enigma o elegir no dormir por tres noches consecutivas para terminar un proyecto.
In memoriam: locución adverbial. En memoria, en recuerdo. Wikipedia agrega: “su uso habitual es como título de un obituario, acto u obra de arte realizada para recordar y honrar a una persona fallecida”. Una tesis no como texto para acreditar un saber que conduzca a un título de posgrado. Una tesis como un acto, léase un gesto.
Escribo la tesis, este texto, un proyecto, un deseo. Con cada palabra vuelve a ponerse en marcha un universo, ese que funciona como prisma desde el cual habito el mundo.
Dedico lo escrito a quien ya no está. Alimento una ficción: hacer de cuenta que seguimos conversando.
Un libro con todos los textos, expuestos en la feria del libro.
Cada palabra en su lugar. La poesía en la prosa.
Me encantó. Qué lindo contás. Qué lindo sentís. Qué lindo hacés sentir.