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Andá a pensar

La pregunta es una declinación del pensar. De algo más profundo que es un no saber con exactitud para dónde disparar en este momento.

Estos últimos días vengo dándole vueltas a todas las cosas que pueden hacerse con una
iba a tipear pregunta, pero se me escapó la r (de respuesta).

Decía

que estos últimos días venía pensando en todo aquello que puede hacerse con una pregunta. Se puede escribirla. Se la puede una colgar en el cuello como una boa o collar y que el punto del signo de interrogación se clave directo en el esternón, doliendo. Se puede pelear una con la pregunta y hacerla un bollo en el baúl de los modos del lenguaje. (Eso nunca funciona. Insiste.)

Se la puede revolear como un búmeran y que penda de uno de los cables de la ciudad. Estos cables que a las ocho de la noche de un miércoles de noviembre son garfios que arañan el cielo rosamarillo en el horizonte de Palermo. Se puede pender, decía, la pregunta en uno de esos cables y después dar un salto, encastrar las axilas y quedar como un colgajo desinflado de esa percha interrogante.

Se puede también ser presa no sólo de una pregunta, sino de dos. Porque la pregunta vuelve y se hace amiga de otras preguntas y llega el día en que son una discreta plaga y me levanto pesada, imposible de dar un paso porque los dos signos curvos hicieron un ocho entre mis tobillos y si cambio, me caigo.

Entonces pienso que tal vez lo mejor sea desplomarme como un jenga mal perdido y dejar que las dos preguntas o las más que vengan se adhieran a mi piel y me composten de acá a unos años. Que hagan un nido en mi cuero cabelludo, se descontrolen como lombrices electrizadas y yo me convierta así en una Medusa loca de duda.

Esto de las preguntas me hace hacer cosas a primera vista incómodas. Como salir a las once y media de la noche un martes a tomar un helado con mi amiga N. a la heladería más cheta de la ciudad. Salir. Un martes a la noche, con lo que eso implica. Volver a encorsetarme en el jean, cerrarme la camisa, agarrar las medias que había puesto a lavar, abotinar los pies en zapatos rojos, armar la riñonera, pintarme un labio. Rebobinar la película hasta verme otra vez eyectada a los bordes del Botánico. Salir a rosquearla, a regodearnos en el suculento síntoma de la conversación. Porque si la rosqueamos, lo hacemos con calidad.

La pregunta es una declinación del pensar. De algo más profundo que es un no saber con exactitud para dónde disparo en este momento. No es el ¿qué hubiera pasado si…?, ni el ¿por qué pasó/ hice esto y no lo otro? Es una pregunta por el presente y por un futuro (in)mediato que me manda al rincón. Porque en una misma copa de vino, paso de la duda a la evasión más desaforada.

¿La respuesta es no pensar?

Cuando tenía tres años, me empecé a portar mal. Eso cuentan. Fue un brote infeccioso que se apoderó de mí y que hacía que yo tirara del pelo de mi mamá. Quería dejarla calva, comer sus rulos con mis vestigios de dientes. El castigo materno era mandarme a pensar. Simple, agudo. Ni gritos, ni chirlos, ni privación de juguetes o alimentos. Una directiva filosófica.

Recuerdo (o invento, ¿hay tanta diferencia?) bajar de su cama como quien desciende de un coche bomba a punto de explotar, dar la vueltita hacia mi cuarto, no cerrar la puerta y sentarme de piernas cruzadas mirando algún punto fijo. El ojo de Simba, el ratón del empapelado de la pared, las pestañas largas del elefante rosa, un nudo de la madera del piso. Desnuda mi congoja ante un panorama complejo de entender. ¿Pensar era un castigo? ¿Una condena? Mal no se sentía. Poder estar en silencio, dejar una parcela libre de mi mente para que en ella prendieran todas las deformaciones sutiles que yo le iba imprimiendo al universo. No podía ser tan nocivo.

Casi tres décadas más tarde, mi madre me recrimina que piense tanto. Apunta su desprestigio hacia mi ser rumiante, hacia la que sacude las situaciones del derecho y del revés; la que se duerme no contando ovejas, sino ideando conversaciones y escenarios anhelados que nunca van a suceder; la que se desgrana en crisis de verborragia y a la vez puede hacer un pacto erótico con el silencio.

“Se puede vivir sin pensar”, dice uno de los personajes de “Casa tomada”.

Me gustaría a veces desajustar los tornillos que sostienen la maquinaria de mis pensares y dejar que las decisiones las tomen algunos de esos fuegos sagrados que me habitan.

Como no puedo pulverizar aquel mecanismo pertinaz, escribo. Escribir no resuelve, no clarifica, no me ayuda a ejecutar nada de una manera más precisa.

Escribir es un narcótico lúcido y lúdico.

Me salva de mis propios pensamientos.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

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