“La manera en que juntamos dos pedazos del mundo muestra el modo en que vemos algo.
Revela una relación entre uno mismo y esos dos elementos”,
El universo observable, Heather McCalden
Situación
Me siento en Paladar Negro, el café que se me volvió habitual desde comienzos de 2023. El café donde escribí la mayor parte de la tesis de maestría sobre Alda Merini, tesis que estoy esperando defender. Café que le describí a Guille en una carta de la siguiente forma:
“…me gusta porque es “café de especialidad” pero sin tener esa cosa cheta de Palermo. De hecho es un bar muy ecléctico, los dueños son hinchas de Independiente entonces está lleno de libros y referencias a dicho club (yo soy CERO fútbol, jaja). Pero también aman la música y el cine, entonces tenés mezclados retratos de Patty Smith, David Bowie, cuadros de la cancha y afiches de Perdidos en Tokio o de pelis de Wim Wenders. Mi gran victoria acá es que ya me conozcan y que, al entrar, me pregunten «¿lo de siempre?»”
Acá estoy, hoy, domingo, 12:58 pm. Golpeada por haber terminado un librazo y con el desasosiego de: ¿ahora qué? ¿Cómo seguir? Eso le dije a Marie, librera de Suerte Maldita, el jueves cuando pasé para charlar sobre El universo observable, libro que ella me había recomendado. Luego del encuentro, de semejante tremendo encuentro, ¿cómo seguir?
Esa es la pregunta que motivó la charla, que motivó, en principio, este texto. Escribo para estirar este vacío, para dilatar el comienzo de la lectura de lo próximo que, temo, no va a poder compararse con lo que me pasó con el texto de McCalden. Pienso que esto que estoy escribiendo va de la mano con el episodio 12 del pódcast, el último, “El encuentro”. Es la misma sensación. Ante tremendo acontecimiento, ¿cómo seguir? ¿Qué hacer con eso?
La idea inicial era escribir sobre El universo observable. Pero el viernes fui al teatro, y algo se sumó. Fui a ver Imprenteros, de Lorena Vega y hermanos, al Picadero. Me la había recomendado Silvia hacía un mes y su nombre me había quedado dando vueltas. Era viernes, un viernes porteño de una temperatura atípica de 20° para ser agosto, y los veinte grados o más siempre me ponen con ganas de salir, más si son a destiempo. Esa temperatura, sumada a una sensación urgente por consumir toda la oferta teatral de Buenos Aires antes de mi partida, hicieron que sacara una entrada. Me tomé el subte, me bajé en Callao y me metí en la sala.
El siguiente texto ensaya lo que pasa cuando se combinan un texto, una pregunta inicial [“¿Cómo seguir?”] y otro texto.
Álbum
Mi infancia estuvo rodeada de álbumes. El concepto “álbum” era algo usual para las infancias de los noventa. En cada evento familiar se sacaban fotos, se revelaban y luego iban a parar a un álbum. En el colegio, en los recreos, intercambiábamos figuritas. Figuritas que luego se pegaban en álbumes: álbumes del Mundial, de los programas de televisión que consumíamos, de dibujitos animados. Con mi prima también teníamos álbumes de stickers: comprábamos calcomanías en las librerías y quioscos. Generalmente, estaban exhibidas en las puertas de vidrio, decenas de planchas de calcomanías pegadas con cinta. Las había más simples y más sofisticadas, con peluchito, con brillos, con bordes dorados que si se metían debajo de la uña, pinchaban; de animales, de flores, de personajes de Disney, de Winnie Pooh, enormes, pequeñas. Las pegábamos en nuestros álbumes siguiendo distintos criterios temáticos o narrativos. Nos abocábamos a esta actividad sábados y domingos, tiradas en el piso de su habitación, mientras escuchábamos música en CDs, CDs también llamados “álbumes”. CDs de Britney Spears, de Shakira, de canciones de Disney, de Cristina Aguilera, de Shania Twain, de Maná. Nuestras infancias en los noventa fueron infancias de álbum.
Será por eso que encontrar este mismo concepto como propuesta formal del texto de McCalden, ya en las primeras páginas, me generó tanto regocijo. Fue volver a un lugar familiar, a un formato que tenía incrustado en mi memoria, dormido, que era cuestión de volver a desplegar.
“INSTRUCCIONES DE LECTURA
Este libro es un álbum que trata sobre la pena. Cada fragmento es como la canción en un disco o la foto de un anuario: se van amontonando hasta que, al final, arman una experiencia” (p. 9).
Leí llorando la mayor parte del texto, sobre todo las primeras doscientas páginas. Una mezcla de calma y angustia, a la vez. La calma del milagro del encuentro, la angustia de la pena y de saber que el texto se va a terminar, eventualmente. Marqué páginas y mesas de bares con varios pares de lágrimas. Fue una lectura del orden del sinceramiento. Sincerarme con el hecho de que, al igual que la narradora, por acá algunas penas tampoco están del todo tramitadas.
“Un álbum, sin importar su especie, aplasta la experiencia en materia. Los datos en bruto de la vida se convierten en un documento visual/ auditivo para atesorar, pero, a pesar de todo, ¿hay acaso un gesto más débil? ¿No es cierto que un álbum muestra lo mucho que tratamos de aferrarnos a las cosas que de todos modos nos dejan?” (p. 36).
El universo observable se construye en esas dualidades: el olvido y el recuerdo, el soporte material y lo virtual/ fantasmático, la totalidad y el fragmento (o la totalidad desde el fragmento), el regresar y el avanzar. McCalden propone el álbum como principio compositivo del texto y trabaja a partir de una metodología que llama “investigación artística”: “La investigación artística es una disciplina emergente que implica un matrimonio abierto de lo académico y lo creativo. Se basa en el rigor de la academia pero coquetea con el je ne sais quoi libre y despreocupado del arte contemporáneo” (p. 298). Sigue estas coordenadas y se apoya en el concepto de “lo viral” en tanto metáfora para indagar en su pasado familiar. Cual detective (universo que también tiene un lugar central en el texto), indaga en la historia de su madre y de su padre, quienes fallecieron cuando ella era niña por complicaciones relacionadas con el VIH. Intenta armar un archivo a partir de la ausencia. ¿Cómo contar una experiencia, cómo narrar cuando carecemos de escasas fuentes primarias para hacerlo? El texto ensaya una hipótesis para captar la ausencia. Bordea un hueco (no se trata de llenarlo).
En Imprenteros me encontré ante una pregunta similar. El disparador es, también, una imposibilidad. Cuando muere Alfredo, padre de Lorena, Federico y Sergio Vega, los hijos del primer matrimonio cambian la cerradura del taller de la imprenta paterna Ficcerd; “se apropiaron del lugar”, como indica Lorena, sin dejarlos volver a entrar. Les arrebatan una parte de su historia.
Ante eso, ¿cómo seguir?
Reformulo.
¿Cómo volver a un lugar que nos está vedado? A un lugar en el que fuimos felices, pero que luego se nos cerró con llave.
Se vuelve con teatro. Con texto. Con archivo. Con la confección de un relato construido a partir de distintos elementos: fotografías del álbum familiar, material audiovisual, diálogos familiares reconstituidos y representados por actores y actrices amigos de la autora, etiquetas y otras piezas gráficas confeccionadas en el taller, recuerdos, relatos de recuerdos, entrevistas. Con la reproducción, al final de la obra, de los movimientos efectuados al operar las máquinas de la gráfica: porque la memoria se aloja en el cuerpo, y en las células se agitan los vestigios de una coreografía imposible de borronear.
Antes de salir del Picadero, me compro el libro. Pienso que va a ser un ejemplar “convencional”, que encontraré el texto de la obra y punto. Pero no: el libro es, al estilo McCalden, un álbum. En el centro sí, el texto de la obra. Pero antes y después hay distintos materiales textuales que performan la definición que propone la editora Gabriela Halac: “un libro no es un estuche de palabras, es un acontecimiento”.
El acontecimiento Imprenteros, editado por Ediciones DocumentA/Escénicas incluye:
Una dedicatoria, agradecimientos, la presentación de la imprenta, la descripción de una de las máquinas, la descripción del caos del escritorio de Alfredo Vega, la presentación de los hermanos (Lorena, Federico, Sergio), del padre (Alfredo), de la madre (Yeny), fotos, fotos con mal encuadre sacadas por Yeny, fotos-montaje, fotos unidas, como si se tratara de unir dos imposibles, textos breves, fotos de la obra.
El texto de la obra.
Una serie de fotografías tomadas en 2006 por César Capasso, amigo de la autora, de las máquinas del taller; el fotomontaje editado por Capasso en 2018 en el que aparecen insertados los tres hermanos en esas fotos y gracias al cual “podemos estar de nuevo adentro de la imprenta familiar” (p. 114); una conversación entre Gabriela Halac y Sergio Vega, de mayo de 2020; un repaso de Lorena de la génesis y el proceso de la obra, comentarios de la gente a la salida del teatro.
Virtual/material
El problema es entonces cómo alojar materialmente la ausencia, cómo corporeizar el vacío. Sobre este punto McCalden ensaya posibles respuestas que iluminan la lectura de Imprenteros:
“DONDE SE ENCUENTRAN LAS DOS FUERZAS
La convergencia de lo material y lo inmaterial ocurre en el espacio del álbum. Allí se encuentran las dos fuerzas, los ítems preservados funcionan como fósiles de historias, procesos de pensamientos y sistemas cardiovasculares que se han vuelto tan porosos que ya son inexistentes.
Somos entidades físicamente densas, y quizás por eso preferimos las cosas con densidad. Lo inmaterial nos inquieta, no sabemos qué hacer con eso” (p. 80).
Lo inmaterial puede, paradójicamente, tomar distintas formas. Puede ser lo que circula en internet: los memes, las historias de IG, los tweets, las reacciones, los hipervínculos. Manifestaciones que, para McCalden, carecen de cuerpo, no se alojan en una materialidad corpórea:
“Estrictamente hablando, nada pasa en internet. Es un campo donde la gente recita, replica y transmite información, pero los eventos propiamente dichos suceden en otra parte. Tal vez uno reaccione (de modo visceral) a un tuit -un pensamiento extraído de la mente de alguien- pero la reacción ocurre en el propio cerebro, no en una realidad compartida, respirable. La reacción es a una pantalla y se desvía por un pantalla que elimina todo rastro de pelo, piel y dientes” (p. 25).
Lo inmaterial puede ser, también, el vacío que dejan la muerte, la partida, la ruptura, el cierre de los portones que nos conducen a un lugar en el que fuimos felices. Ante eso tan inasible, Imprenteros apela a la materialidad: la materialidad del lenguaje que encuentra asidero en objetos concretos:
máquinas
rodillos
cilindros
kerosene
manos sucias
tinta
papel
cenicero
archivo
impresora
troqueladora
guillotina
oficio
engranajes
correas
álbum
Se invocan y vuelven a habitar cuerpos que fueron felices entre manchas, dobleces, torsiones, empujes de palancas, giros de manijas y manivelas. Cuerpos que moldearon sus movimientos en relación con esos objetos. El recuerdo pasado por el cuerpo: experiencia. Experiencia que genera otra experiencia: la de lectura, la del espectáculo teatral. Lorena Vega lo sintetiza: “Un día se estrena una obra de teatro y lo que sucede tiene la fuerza de las llaves que abren cerraduras de portones grandes para entrada y salida de camiones”.
El regreso
Ivana: Contame qué te pareció Imprenteros… imagino que te disparó temas de vínculos familiares.
Sole: ¿Sabés que no? No entré en esa.
Me pegó por el lado de cómo hacer ante el hecho de querer regresar a un lugar* que te está vedado.
Eso tomé. Y fue lo que más me pegó.
*Lugar que te está vedado: no sólo espacio físico.
Léase también vínculo, persona.
Vínculo con alguien concebido como un espacio de expansión, de apertura del mundo.
A Lorena, Federico y Sergio Vega les cambiaron la cerradura de los portones que daban acceso al taller paterno. En una perfecta sincronicidad, McCalden utiliza la misma imagen para invocar lo que la imposibilita a la hora de acceder a la historia de su madre y su padre:
“PORTONES QUE SE CIERRAN
Quiero decir algo más sobre ellos, sobre mis padres, pero cada vez que me retraigo al recuerdo, siento portones de metal que se cierran ante mí. Mi mente se oscurece; la luz se escurre de las imágenes que hay dentro de ella. Se borran los detalles. Se borran las caras. Las emociones se vuelven algo parecido a las nubes, vaporosas, y sin embargo algo de la metadata queda, como la sensación del amor” (p. 335).
Ambos textos plantean, desde lo autobiográfico, cómo pararse ante la inminente pérdida completa del pasado familiar, cómo no perder la conexión con lo que vino antes y que, ya sea por adherencia o por rechazo, nos conforma. Cómo mantener viva esa metadata, esa memoria de felicidad, de amor.
Reviso textos escritos en el último tiempo y me doy cuenta de que en uno titulado “El país de Ramona”, recurrí a imágenes similares:
“Marcar un paréntesis, pero hacer una salvedad: indicar que dentro del pero, esos días, todo. Ir con esa premisa. Encontrar que el paréntesis está cerrado con llave y que no hay ninguna intención de abrirlo. No meterse en el paréntesis, no abrir su puerta, no desajustarlo un poquito si quiera, pasarlo de largo, saltarlo como quien salta un charco con miedo a mancharse. Eso. No haber querido mancharte de mí”.
En el caso de Vega y McCalden está claro el porqué del querer regresar, hay un sentido. Lorena Vega recita un listado de motivos por los cuales quisiera volver al taller de Ficcerd. Tomo esa parte del texto como ejercicio de escritura y hago yo también una lista de los motivos por los cuales quisiera volver a ese cierto lugar que ya no es posible. Listo aproximadamente veinte motivos, me quedo con estos:
Porque sentí que el mundo encastraba.
Porque experimentar el frágil milagro de un encuentro es muy atípico y hermoso.
Porque experimentar la apertura de un mundo es muy hermoso.
Porque en ese acontecimiento se me reveló un deseo propio, una parte de mí, algo muy íntimo que yo intuía que tenía pero que no estaba tan desenmascarado aún.
Porque me enamoré (y qué descalabro cuando me enamoro, qué culpa, qué desastre, qué desborde, qué entusiasmo).
La misma noche en la que voy al teatro, sueño. Sueño con un abrazo en una puerta particular, una que estuvo abierta y después cerrada. Me despierto y, en letra torpe, a oscuras, anoto en mi cuaderno esta idea: el sueño como otro modo de volver a donde no es posible, un modo incontrolable y agridulce.
El universo observable e Imprenteros tramitan distintas maneras de atravesar la pena. Se aferran (ese verbo usa McCalden en el texto) a lo que amaron y lo transforman. Lo recrean, evocan y convocan con la mezcla de huellas materiales y palabras; generan una alquimia. Yo voy juntando los fragmentos que tengo: algunos recuerdos (pocos, nítidos); el borrador de un relato estructurado en dos partes, cada una con trece escenas, escrito en tinta negra y roja; alguna que otra memoria celular. Quizás se trate de hacer con eso lo que hacen estos textos: encontrar un punto móvil entre el olvido y la memoria, el regreso y la partida. Un punto móvil al que llamo literatura.
Textos
McCalden, Heather (2024). El universo observable. Sigilo. Trad.: Virginia Higa.
Vega, Lorena; F. Vega y S. Vega (2022). Imprenteros. DocumentA/Escénicas.
About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
EP12: El encuentro
EP11: La literatura y el agua
EP10: Leer