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Decapitada por el rapto de una escritura deseante

El texto necesita un tiempo para devenir texto. Acá, la deriva de una imagen/frase, de un deseo. Del afuera al cuerpo a la palabra. A una marca en la lengua.

Grabo un texto de los que están por acá para YouTube, la escritura leyéndose en voz alta. Me pregunto por qué grabarme con la voz salida hacia adelante, sin mucho ensayo previo, siempre tan fascinada con los comienzos, con el movimiento. Como dice Olga Tokarczuk en Los errantes, “Plantada sobre el terraplén antiinundaciones, la mirada fija en la corriente, descubrí que –pese a todos los peligros- siempre sería mejor lo que se movía que lo estático, que sería más noble el cambio que la quietud, que lo estático estaba destinado a desmoronarse, degenerar y acabar reducido a la nada; lo móvil, en cambio, duraría incluso toda la eternidad” (p. 9). El desmoronarse es también movimiento, pero involuntario, sucede. Me gusta lo que sucede, pero, creo, me encandila aún más hacer suceder.

Esa sería una respuesta, abro una nueva sección en el canal por el movimiento per se, por el terror que tengo a quedarme manca y muda, a la repetición sin diferencia (un oxímoron, un imposible). Sé que hay otra razón, más íntima y urgente, que se me escapa. Sé, también, que esa razón más íntima y urgente está en mí, que solamente tengo que escribir este texto para desanudarla y que quede a la vista. Entonces escribo.

Un calco en la nuca

¿Escribo para mí o para otros?
Escribo sobre la oralidad.

Una semana pasa hasta que puedo me sentar a escribir este texto. Como me pasa con todos, primero algo aparece, una frase, una imagen. Revolotea sobre mí, me hace picar la punta de la nariz, una oreja. Le hablo, encaro la frase, la imagen, le digo “te vi”, le digo “bueno, esperame, esperame que pueda sentar a escribirte, a desandar algo a partir de vos, sos ínfima, casi imperceptible, no suficiente, pero en camino, móvil hacia algo”. Al hablarle, la imagen/recurso/ idea se calma, ingresa en mí, a veces se queda mirándose las uñas aferrada a una costilla, otras veces prefiere la intemperie y se apoya bien finita en mi nuca —invisible de lejos, quien se acerca a besarme la séptima vértebra cervical podría sentir un cosquilleo extra, el de la idea calcada en mí—. El proceso es ese, anidado el destello sigo con el levantarme, volver a mi casa, mirar un árbol a la mañana, engullir el cielo lila, hacer mi trabajo un poco de costado, con la mirada oblicua, en busca de otra cosa. Internamente algo se trabaja, se nutre, se mece, y esa idea/recurso/ imagen, ese brote transparente se densifica, se hincha de deseo de ser escrito. Ya no alcanza una vértebra para contener tanto peso, estoy al borde de desnucarme, estoy al borde de perder una costilla frente al Botánico si este brote translúcido devenido floripondio descontrolado sigue anidando en mí. Es momento, es momento de una sola cosa. La que hago ahora con mis dedos desquiciados, mis dedos que buscan letra como buscar un cuerpo específico, que marcan el ritmo de la línea como quien marca la sinuosidad acariciada de una espalda.

Lo hago y sale ese floripondio metamorfoseado, salpicado, esto.

Filtrar lo escrito

Vuelvo a lo primero, grabarme, pasar a la voz algo medio solidificado por la escritura. Recuerdo Oralidad y escritura, de Walter J. Ong, leído en mis primeros años de la carrera. Me detengo en pasajes azarosos.

“A diferencia de las sociedades con grafía, las orales pueden caracterizarse como homeostáticas (Goody y Watt, 1968, pp. 31-34). Es decir, las sociedades orales viven intensamente en un presente que guarda el equilibrio u homeóstasis desprendiéndose de los recuerdos que ya no tienen pertinencia actual” (Ong, 2011: 52).

Contarme historias para filtrar, para hacer de la rutina un mecanismo asequible. Pienso en los cientos de textos escritos desperdigados, los míos, los no míos, los de la literatura. Pienso en cuántos de estos textos ya no tienen pertinencia actual, incluso los de este espacio, espacio comenzado no hace tanto, en 2019, y aún así contenedor de palabras que ya no me sostienen. Si tuviese la posibilidad de memorizar diez textos de este sitio web, si tuviese que convertirme en juglaresa de mi propio acervo textual para mantener mi propio equilibrio y el de mi comunidad, ¿qué diez textos seleccionaría? ¿Cuáles mantienen esa pertinencia actual de la que habla Ong?

Ensayo:

  1. Es cribo.
  2. Releer en primera persona: marcas textuales del duelo.
  3. Un coro de mujeres bulle en mí.
  4. De la foto al texto, cumpleaños ausente.
  5. ¿Vos ves volar pájaros de otoño?
  6. Clínica de un duelo: historia, fármaco y escritura.
  7. Ensayo la culpa de la escritura.
  8. Día 21. Estas son mis raíces.
  9. Mutar y Florecer (sí, estos van en tándem).
  10. Día 23. Cómo te parecés a tu mamá.

La escritura es el cuerpo

Sigo, dejo que mis dedos hojeen a Ong y se traben en las páginas adecuadas para esta noche de lectura/ escritura:

“La palabra oral, como hemos notado, nunca existe dentro de un contexto simplemente verbal, como sucede con la palabra escrita. Las palabras habladas siempre constituyen modificaciones de una situación existencial total, que invariablemente envuelve el cuerpo. La actividad corporal, más allá de la simple articulación vocal, no es gratuita ni ideada por medio de la comunicación oral, sino natural e incluso inevitable” (Ong, 2011: 71).

Disiento con Ong, disiento que la palabra escrita exista dentro de un contexto simplemente verbal, le retruco a Ong desde la contractura que la escritura me arroja en la parte superior de la espalda cada vez que termino de formar un párrafo. Disiento y llamo a Lispector para que en este momento me respalde y permita retrucarle a Ong que la escritura no es otra cosa que el cuerpo, justo, en su totalidad. Que escribo a mano a veces y otras tipeando, siempre mediada. Que escribo escuchando a veces música y otras los ruidos de gotas que caen a mi alrededor o voces de otro departamento o un propio desdoblamiento de mi discurso. Que escribo con las piernas trenzadas del esfuerzo, que escribo con el corazón acalambrado de deseo escrito en borrador. Que casi diría que pongo más el cuerpo cuando escribo que cuando hablo, aunque eso pueda no ser científicamente cierto.

Dejo a la lengua

Googleo a partir de artículos que leo en el blog de Eterna Cadencia. Abro ventanas y más ventanas, googleo nombres, editoriales. Abro mi archivo “Textos tentadores 2021”, agiganto la lista de libros que pienso comprarme en unos días para las vacaciones de invierno. Envuelta en esa pesquisa electrizada, leo raptada la frase que necesito en este momento:

“Nos gusta la inquietud, el cuestionamiento. Hay desperdicios en lo que decimos. Necesitamos esos desperdicios. Escribir, al romper el valor de intercambio que mantiene la palabra en su raíl, es siempre dar a la superabundancia, a lo inútil su parte salvaje. Por eso es bueno escribir, dejar a la lengua intentar, como se intenta una caricia, tardar el tiempo necesario para una frase, un pensamiento para hacerse amar, para resonar” (p. 55), La risa de la Medusa. Ensayos sobre escritura, Hélène Cixous.

Hago un contrapunto entre Ong y Cixous. Ong dice que la oralidad equilibra, que mediante el relato oral se limpia lo innecesario para quedarnos con lo pertinente al día de hoy. Cixous me invierte la idea, para ella decimos y al decir hablando se dice siempre de más, o se dice torpe, o se dice paupérrimo y eso querríamos eliminarlo pero ya está, dicho, fue puesto en la lengua, circula y cómo lo saco de encima, como hago que no entorpezca,

lo bajo,

lo escribo.

Le saco la hilacha a la comunicación, desvelo el resto, eso que buscaría eliminar, lo calco acá como con un punzón, que le duela a la página esto que escribo, que le duela el intento de esta lengua por hacer algo del resto, que duela como la caricia [ausente]. En Cixous es ponerle el freno a la palabra atolondrada, o mejor, pasarla a cámara lenta, recolectar el resto, hacerlo amar, hacerlo hueco, resonante.

Herida

Sigo leyendo, esta vez no voy hacia afuera, voy hacia mí. Voy a mis textos, que son y no son míos. Voy a un texto escondido a los demás, voy al texto que más me desborda en este momento, el archivo en el que me vuelco cada noche, en el que trenzo y destrenzo mi deseo. En ese archivo cito, como ya hice otras veces, El viaje inútil, de Camila Sosa Villada:

“Esto que escribo es para andar un rato con los pies untados en sal sobre esa herida” (p. 17).

Sosa Villada habla de la herida de vivir. Yo abro otra herida, más hermosa y específica, la del deseo. Alguien abrió un surco ahí que ahora no puedo suturar. Escribo para que calme, para que deje de gritar, que este deseo que me abrasa no me llame, que me deje dormir. Pienso cómo voy a hacer hoy para dormir con el cuerpo tan milimétricamente grabado por esta llamada. Porque a la noche la imagen de alguien estira la punta de mi sábana y no puedo no levantar un poco, dejar un hueco para que pase y se acueste y contenga inútilmente este derrame deseante que soy últimamente. Abro y dejo que todo eso se esparza sobre esta mesa para teclear cada centímetro de esa otra piel.

Estoy sola, sin la urgencia de sentir que alguien duerme a mis espaldas, sin el compromiso de suspender la literatura por un sueño ajeno. Hace más de una hora que estoy escribiendo y me pone de malhumor tener que ir redondeando, sacrificar la escritura para ganarle minutos al sueño, para que no se haga tan tarde, para mañana levantarme a las seis y caretear una rutina de la que cada vez me siento más distante. Me cansa terminar ubicando la escritura en el fondo del frasco. En cualquier momento lo agito para que se dé todo vuelta. O mejor. Lo estrolo contra el piso. E inhalo lo que importa.

Glukupikron

Sigo mapeando lecturas. En enero leí Eros el dulce-amargo, de Anne Carson. Parte de un poema de Safo, para quien el Eros es dulce-amargo —glukupikron, en griego—. Hojeo. Compruebo una vez más que la lectura anuda sin quererlo, que un texto se enrosca en otro y así me lleva de uno a otro al mío en puntas de pie.

“Tu ausencia de la sintaxis de mi vida no es un hecho que las palabras escritas cambiarán” (p. 79).

Coincido y no, al igual que me pasaba con Ong, porque para qué seguir distinguiendo la escritura de la vida cuando mi vida es la escritura y si no qué son estas ya casi dos horas ensimismada en palabras desde el cuerpo. Y qué si no son estos textos que despellejo día a día con mis manos.

Sigo el subrayado hecho en enero sobre las páginas de Carson y me detengo en un fragmento que señalé con llave, corchetes y signo de exclamación. La autora repone una disputa: parece que los griegos veían al eros como algo abrasador que llega y destruye a la persona que lo siente, es transformador desde un lado negativo. Según la canadiense, es Sócrates el que reivindica ese efecto provocado por la mania, ese deseo frenético del comienzo: “Sócrates dice que ningún profeta o sanador o poeta podría practicar su arte si no perdiera la cabeza. La locura es el instrumento de esa inteligencia. Más aún, la mania erótica es una cosa valiosa en la vida privada. Le pone alas a nuestra alma” (p. 214).

Decapitada y deseante

Perder la cabeza. Hoy, en una clase, usé esa frase. Con cuarto año, terminamos de leer La nieta del señor Linh. En el texto, este hombre ve a su nieta decapitada por un bombardeo. Al lado de la nena, su muñeca, intacta. El hombre agarra la muñeca y se la lleva al exilio. Se narra a sí mismo una ficción: la muñeca es su nieta. La decapitada no es la nena. La psiquis de Linh invierte los tantos, se defiende como puede del trauma y mediante ese quiasmo logra enfrentar el exilio. Puntualizo la frase a mis alumnos: “perder la cabeza”. “Verán que en el texto tiene dos sentidos, uno literal —la nena decapitada—, uno metafórico, sinónimo de enloquecer —el señor Linh pierde la cabeza, realiza el quiasmo, narra, ficcionaliza, sobrevive al tiempo—. Sócrates no lo dice en ese sentido, lo sé. Sócrates lo liga al deseo, habla de ese desencajarse de una misma que provoca la manía erótica. Pero tal vez el sentido que le den ambos no sea tan ajeno. Tal vez apunten a lo mismo, el apremio por desatar el hilo y hacer que la mente devenga globo liviano que ausculta desde una altura.

Termina Carson así:

“El deseo es un movimiento que lleva a los corazones anhelantes de aquí para allá, embarcando a la mente en una historia. En una ciudad sin deseo esos vuelos son inimaginables. Las alas se cortan y así se conservan […]. Aspirar a algo diferente de los hechos nos llevará más allá de esta ciudad y tal vez, como a Sócrates, más allá de este mundo. Aspirar a aprehender la diferencia entre lo conocido y lo desconocido, como Sócrates vio claramente, es una propuesta de alto riesgo. Él creyó que el riesgo valía la pena, porque estaba enamorado del cortejo mismo. ¿Y quién no?” (237).

Escribir agota

Vuelvo a lo primero, al pasaje de lo escrito a la oralidad, a ese movimiento. Vuelo desde los huecos de la escritura por donde corre el aire y tejo ese acá para allá del que habla el Sócrates citado por Carson. Dos horas pasaron del primer párrafo y mi cuerpo está en un estado delicado. Evoco un fragmento de una entrevista a Amélie Nothomb que escuché a la tarde. La belga dice que, para escribir, primero hay que tener un cuerpo, porque escribir agota. Y tiene razón. Tengo sed, mis muñecas están entumecidas, los trapecios, calcinados. Me hormiguean las piernas.

¿La escritura era etérea?

Intento volver a Sócrates para cerrar. Me cuelgo de la conclusión de Carson para ponerle una tapa a este texto, para dejar latente mi deseo hasta mañana e ir a dormir. Con este texto logro, una vez más, marcar la lengua. Muerdo la estructura con el mismo ahínco con que mordería ahora una manzana y me monto al vuelo de la consigna arrojada sobre mi vida. Estrolo el frasco al piso. Asumo el riesgo de que la escritura me luxe de esta ciudad y me vuelva así al lugar que anhelo.

Textos trenzados

Carson, Anne (2020). Eros el dulce-amargo. Trad.: Mirta Noemí Rosenberg y Silvina López Medin. Buenos Aires: Fiordo.
Cixous, Hélène (1995). La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Trad.: Ana María Moix. San Juan: Universidad de Puerto Rico.
Ong, Walter J. (2011). Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra. Trad. Ángela Scherp. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Sosa Villada, Camila (2018). El viaje inútil. Córdoba: Ediciones DocumentA/Escénicas.
Tokarczuk, Olga (2019). Los errantes. Trad.: Agata Orzeszek. Barcelona: Anagrama.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

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