Recorro la manzana en dirección a las agujas del reloj. Los autos por J. se envalentonan como si no supieran que en la esquina los espera un semáforo. Frenadas y bufidos. Las máquinas protestan ante el resabio de pecado original: los conductores se creen dioses y desafían la velocidad permitida. Es invierno y hay olor a frío, la nariz busca un disparador, algo que le recuerde su razón de ser, su origen primigenio. No hay caso. Con las bajas temperaturas, los olores permanecen encapsulados, hibernan. Saldrán recién en primavera. A borbotones, nadie los podrá parar.
A pesar de esto, doblo por A.S. y sale de a chorritos el aroma a verde por las rejas del Botánico. Naturaleza que agradezco. Cierro los ojos y me siento en un bosque de ardillas y miel. Prosigo y la cortina de madera, pino y flor se mezcla con ladridos de perros de dos colores: uno agudo, que chilla como si lo estuvieran acusando de algo condenable; el otro ruge como lo que es, una fiera camuflada. Se tranzan en un juego que los dueños consideran peligroso: puede atentar contra el poco pedigree que ambos canes llevan dentro. Doy la vuelta por B. y oigo pájaros: ¿dónde estuvieron durante el invierno? Se quedaron afónicos, me contesto, y ahora recuperan su voz, se envalentonan con que los días son más largos y no pueden parar de charlotear. Van a picotear el olor a cemento fresco que emana de las veredas en reparación, dejan su huellita minimalista de tres líneas en unión.
Doblo por S., vuelta al caos. El 110 y el 160 no dan tregua, pasan y aún con sus intervalos y retrasos, hacen de esta no avenida un portentoso túnel del ruido. Me salva el olor a chocolate que sale del Viejo Oso. Lo estoy viendo, manantiales empalagosos se desarman en mi lengua, juegan a las escondidas en los recovecos de mis dientes, pido más, mi cerebro quiere emborracharse con ese sabor tan sensual, no entro, sigo de largo, una puteada, ¡la concha de tu madre! ¡Tengo prioridad!, un hombre golpea el capot de otro, se termina la lascivia de cacao, me interrumpen la ilusión del verde botánico y la reunión de consorcio de las aves. Esta es nuestra convivencia: la puteada cotidiana, la nube alargada y gris que larga el caño de escape del colectivo, el bocinazo. Y a pesar de todo… amo la vida urbana, este torbellino tan insalubre y vital.
About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
Captar la ausencia: una hipótesis
EP12: El encuentro
EP11: La literatura y el agua