Una suerte de crónica sobre la vuelta (presencial) al edificio escolar. Espacios, cuerpos, rostros y una escritura que no para de preguntarse por los comportamientos en esta «nueva normalidad».

Sacudirnos la calle de encima
Cruzo la reja y paro, tímida ante lo conocido vuelto otro. Culpable por tocar algo fuera de lugar. Reformulo: culpable por tocar. Las suelas van en la bandeja desinfectante, después dos pasos en un trapo ennegrecido. El segundo nivel es el alcohol. Pie derecho al pedal, las manos pidiendo limosna o comulgando, cabeza gacha, dos manos como cuencos. Manos sucias que devienen manos inmaculadas (qué oxímoron). Dedos encastrados en palmas piden perdón por ser cuerpo. Porque el cuerpo es sucio. Y ensucia. Siempre. Y eso ahora es un riesgo.
El alcohol que cae en el cuenco, lo esparzo. Lo estrujo y vuela, una parte de mi piel se va con el alcohol, mi olor no es mío, es neutro. No calculo bien las cantidades, sobra. Me sobra gel entre los dedos mientras me piden que agarre una declaración jurada y que la llene, y que al mismo tiempo ceda mi muñeca para tomar mi temperatura. Estiro el alcohol por mis brazos, como si fuera crema, como si fuera un bálsamo. Haciéndome bien pura hasta los codos, hasta los hombros incluso, porque el alcohol se multiplica solo y expande su halo más allá de las manos que contaminan.
Sacudo las extremidades en un flamenco improvisado y entrego mi brazo al grillete. Siento un peso, el peso de ser un cuerpo. ¿Y si mi temperatura da por encima de los treinta y siete y pico? ¿Soy culpable de que mi cuerpo no pueda autorregularse? Me tenso, me siento examinada, incluso dejo de respirar. La pistola hace un chillido (ya no hablamos de termómetro, hablamos de la “pistolita”, como si el diminutivo lo hiciera un juguete, como si suavizara el impacto de estar siendo apuntados en cada lugar al que entramos). “34, pasá”. ¿Treinta y cuatro? Las palpitaciones tiran otro número. A la tarde, cuando vuelva a casa, una fuente poco confiable me va a explicar que “la pistolita solo da con exactitud la temperatura por encima de 37. Si percibe menos, lee todo como 34”. Este es el año de los expertos incomprobables.
Fría, desinfectada en pies y manos, esterilizada, avanzo, cruzo al hall. El colegio es la vía pública. Franjas en amarillo, flechas. Carteles con informaciones varias: “Cómo usar correctamente un tapabocas”; “Si tenés alguno de los siguientes síntomas, quedate en casa”; “Cómo se transmite el COVID”. Puestos sanitarios en esquinas del patio. Esprays. Máscaras. Más pedales. Más alcohol. Círculos en el piso para que el cuerpo note que es cuerpo y que a veces se desalinea. Círculos para limitarlo. Tréboles en el piso para indicarle por dónde, porque el cuerpo es indócil y tiende al exceso. Que el espacio esté escrito no es novedad, siempre nos movemos dentro de determinados límites más o menos subrayados. Pero ahora son más profundos, surcos que tajean la movilidad a la que estábamos acostumbrados. El colegio está escrito. Es paradójico. Estamos acostumbrados a que sean los cuerpos quienes escriben el espacio con cierta ilusión de libertad. Esta vez el espacio está enmarcado por reglas que, como las de la sintaxis, nos ordenan. Barthes dice que la lengua nos habla. Que el acto soberano de tomar la lengua es hasta ahí. El espacio ahora, más que nunca, nos mueve. Y frente a eso me queda aceptar el recorrido propuesto o paralizarme.
Espero a mi grupo. Mi “burbuja”. Son nueve, tres varones, seis mujeres. Estamos en ronda. Separados. Espacio y tiempo contenidos. Nos toca salón de actos, no podemos subir hasta que nos lo indiquen. Cada grupo tiene su ventana de minutos para subir por la escalera. Son nueve alumnos a quienes conozco y a la vez no. Al énfasis del saludo con codo o agitando las manos, al énfasis de ver rostros tangibles, le sigue un silencio tapado. No solo porque las bocas estén cubiertas, sino porque descubrimos que pasado un año de intercambio común, el terreno de experiencias vividas es casi nulo. Eso nos abisma.
Nos salva del momento la indicación de la subida. ¿Cómo controlar la distancia en una escalera? ¿Voy por delante o a la retaguardia? Les pido que se separen y me siento una espía. Y si no lo pido, una imprudente. La subida por la escalera en un colegio no es tal sin amucharse, sin cuchichear de a dos, tres, las cabezas bien cerca, las piernas entremezcladas queriendo aletargar la subida, haciendo más extenso el recreo que ya se consume. La subida ahora no puede ser así. Porque tampoco hubo recreo. Porque no vamos a clase. Vamos al salón de actos a “revincularnos”. ¿Qué significa eso? ¿El eufemismo entonces confirma mi percepción inicial en la pandemia, de que en la virtualidad es imposible forjar vínculos de cero?
Suspendo las preguntas y sigo subiendo. Me entrego a la experiencia de la revinculación.
Nos revinculamos
Entramos. Hay cruces en el piso. De nuevo el cuerpo indómito, esa fuerza que si es por ella busca la otra corporalidad, siempre. Por suerte esa es su naturaleza. Pero ahora tenemos que separarnos. No es una ronda. Es una ronda cruzada, con cuerpos que deben quedar expuestos en el medio. Un alumno se inhibe. No quiero estar en el centro. Un cuerpo que sobra del círculo, que tiene que centrarse, literalmente, ser centrado frente al desbande. Se sienta en las gradas. Por lejos o por centrado, fuera de lugar, ex-puesto.
La sugerencia era proponer juegos. Que la pasaran bien. Pongamos música. Juguemos al ping pong. Al cróquet o al fútbol tenis. No sé que es el fútbol tenis, menos el cróquet. No sé organizar un torneo. Ni transformar la literatura en un bingo. La idea es no hablar de lo que pasa. Yo hablo. Hablamos de las palabras y de los cuerpos. A lo artificial no vamos a sumarle la artificiosidad de hacer de cuenta que acá no ha pasado nada. Les reparto unos fragmentos de entrevistas que el Goethe Institut le hizo a artistas e intelectuales de todo el mundo, Danachgedanken: Reflexiones para el tiempo después del coronavirus se llama el proyecto. ¿Qué consecuencias negativas pensás que trae la pandemia? ¿Qué esperanzas tenés? ¿Cuál es tu estrategia personal para lidiar con esa situación?
A cada uno un testimonio diferente, acorde lo más posible a sus intereses que pude ir captando de refilón entre Meets este año. Pero entregar una fotocopia ya no es como antes. Cada copia va en un folio. Cada folio va rociado de alcohol, por delante y por detrás. Se ríen mientras me ven bautizar los nueve folios con un aerosol. Ponemos en evidencia las nuevas prácticas. Las subrayamos. La mente entiende el por qué, el cuerpo se resiste. El cuerpo quiere salirse de la cruz, quiere entregar la fotocopia y mojar el índice con la lengua para separar las hojas pegadas.
Pero eso es pasado.
Prendan los rostros
Leemos los textos. Cada uno en silencio. Es extraño el silencio real. Porque cuando no hablamos, el cuerpo habla. Mis nueve alumnos se descolocan. No pueden mutearse. Si se mueven, se escucha. Si suspiran, si cruzan o descruzan las piernas, la alfombra rasguña. Es hermoso el silencio de la palabra. Es hermosa la palabra suspendida y el cuerpo en tensión, susurrando mínimamente, comunicando. Las hojas que tocan las manos, el silencio que se quiebra sin apretar un botón. Terminan de leer. Lo sé porque veo sus caras. Sus caras que se levantan de la fotocopia y miran. Se miran, me miran, miran el teléfono. Hagamos puesta en común. Nadie empieza. Miran para abajo. Ahora no existe la opción de apagar la cámara. El rostro está ahí, y hablo de rostro y me voy a Deleuze y su rostro rostricidad vs. rostro deshecho. ¿Qué pasa con estos rostros que en este salón de actos vuelven a estar presentes aunque tapados? ¿Qué eran los otros rostros invisibles de las cámaras apagadas? ¿Es una potencia la cámara apagada? ¿Es una liberación o una despersonalización? Me quejo cuando mis alumnos en el Meet no prenden la cámara. Los entiendo. Cuando yo curso los sábados la clase de la maestría, no la prendo. ¿Qué rostro estamos poniendo en juego en cada caso?
En Mil mesetas, Deleuze y Guattari definen el rostro de la siguiente manera: “El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe… Los rostros no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes” (pp. 173-174). ¿Entonces es imposible escapar al poder desde el rostro? ¿Lo más propio es en realidad una tecnología del poder? Borja Castro Serrano y Cristian Fernández Ramírez lo plantean mejor en «Deleuze y la política del rostro (rostridad): alcances sobre el Estado»: “La apuesta teórica del rostro se vuelve eminentemente política, pues, ¿será el rostro como régimen de signos una política que pretende delinear, uniformar y tecnocratizar el funcionamiento societal?” (p. 51). Y continúan: “Ya en perspectiva y bajo estas dos citas, tal rostro integra y subsume toda excentricidad de rasgos inadecuados. Este rostro no soporta la alteridad y por ello la operativiza en un sistema determinado” (p. 52).
Ante este rostro que, en su aparente diversidad, se plantea único y no admite los rostros otros, no amoldables al sistema, los autores de Mil mesetas plantean, como línea de fuga, el rostro deshecho: “Si el rostro es una política, deshacer el rostro también es otra política que provoca los devenires reales, todo un devenir clandestino. Deshacer el rostro es lo mismo que traspasar la pared del significante, salir del agujero negro de la subjetividad” (p. 192). ¿Apagar la cámara sería una modulación posible de este deshacimiento del rostro? ¿Será esta una de las estrategias para escapar a la rostridad y abrirnos a, como dicen Castro Serrano y Fernández Ramírez, el mundo de lo posible? Durante todos estos meses leí las cámaras apagadas como signo de desubjetivación, de un aspecto negativo del intercambio virtual, como una falta. Ahora me detengo, no lo doy tan por sentado. Tal vez la cámara apagada sea la estrategia contemporánea para fugarse de la misma vigilancia que la virtualidad impone. Tal vez ese no-rostro de la virtualidad, hecho presente al apagar la cámara, sea la manera en la que los sujetos se corren de la referencialidad y de los esquemas corporales y de conducta que se imponen en cada esfera de la vida cotidiana.
Anécdotas 2020
La charla se enciende, el tono es dudoso, todavía no lo capto. Conozco este grupo y a la vez no. Es mi grupo, soy su docente. Compartimos un año entero. ¿Qué compartimos del año entero? El ciclo lectivo pasó sin vivencia de aula presencial. Hubo vínculo mediado. Vínculo con delay, vínculo epistolar, casi, en algunos casos. ¿Se puede pensar el género anécdota desde la virtualidad? ¿Qué anécdotas de clase tenemos de este año? Cuando a T. se le disparó el micrófono y el perro nos ladró. O cuando H. dio clase desde el auto. O cuando M. se desmuteó y dijo que no le andaba el micrófono y todos reímos. O cuando F. simuló una caída del Wi-Fi. Esas son las anécdotas de las clases en pandemia. Únicas de este nuevo género discursivo que vienen a ser los Meets, particulares. No sé si me son suficientes. La charla sale igual, nos conocemos. ¿Nos conocemos? Esta pregunta no me va a abandonar en los próximos meses. ¿Hasta qué punto puedo decir que conozco a alguien con quien solo compartí la virtualidad sin rostro? ¿Predomina en ese vínculo lo real o la ficción que uno se arma del otro?
La alumna A. habla. Las mujeres hablan por iniciativa propia, a los varones tengo que pedirles que me cuenten qué piensan, cómo se sintieron con la cuarentena estos meses. Hablamos. Sale algo, sale nada más ni menos que el aula en cuerpo. C. dice que en estos meses sintió que aumentó la desconfianza hacia el otro. A. dice que pudo notar cosas positivas en esta cuarentena, como valorar momentos. S. siente que el año pasó muy rápido, y no siente que estemos a fin de año. N. está contenta porque en este tiempo pudieron cambiar algunas cosas del sistema, del sistema escuela. Hablamos de rutinas y de luchas internas. N., un varón, dice que ahora asocia la computadora con obligación, ya no con distracción. Para él es algo negativo. Para A. es positivo. Debaten. Confrontan. Y eso sucede en vivo. Sin delay, sin imagen congelada, sin necesidad de apretar un botón para que la voz salga. La voz está ahí y sale cuando ellos quieren, sale firme y clara aunque las bocas estén tapadas. Que las bocas se tapen no significa que callen. Me concentro en esa pequeña disputa y sonrío debajo de mi barbijo. Ellos lo ven, mi mirada está colmada.
No nos desvinculamos
Se va terminando el tiempo. Estos encuentros son dosificados. Pregunto qué quieren hacer la próxima. Picnic. Picnic al estilo 2020. Cada uno con su botella y su alimento. Pregunto a las autoridades si puedo llevar una torta. Parece que sí, pero ya cortada en tuppers. No nos vamos a rendir. Vamos a hacer picnic. Sentado cada uno en sus cruces, con su propio alimento, lo haremos.
Son las doce y bajamos. Bajamos lo más separados que podemos. Nos despedimos agitando las manos, como mimos. Mi grupo sale por el portón. Hasta el martes que viene. Vuelvo a casa y pienso. Pienso en los espacios escritos y los cuerpos contenidos y condensados. Pienso en la culpa que a veces me genera estar caminando por la calle, olvidándome un poco de lo que pasa como mecanismo de defensa. Recuerdo el debate de recién y lo siento poco. Lo recuerdo poco fluido. Esperaba otro tipo de reencuentro, más… ¿qué? ¿Efusivo? ¿Natural? ¿Y qué sería eso?
Me descoloca sentir que conozco al grupo y haberlos notado diferentes en la presencialidad. Va por ahí, creo, mi desfasaje. La imagen que me hice de ellos durante el año no coincidió con lo que vi en vivo. Durante el año, no vi rostros; le hablé en cambio a íconos diversos (iniciales, fotos de koalas o de políticos o de jugadores de fútbol). Ante la falta de referencia, generé mi propia imagen de cada alumno. Imaginé, a mi antojo, sus reacciones ante cada pregunta, exposición, consigna. Hoy la realidad se me impuso: caras, ojos indagadores, ojos que ríen. Ojos que cuestionan. Ojos que por momentos miran para otro lado. Ojos que me preguntan cuándo se va a terminar todo esto, que no se bancan más preguntas y quieren una respuesta. Rostros singulares que intentan salirse del esquema de rostridad del que hablé antes, que intentan ellos mismos, en su corporalidad, deshacerse para proponer otro posible cuando la alternativa de apagar cámara está fuera de juego.
Rostros que precisan algo firme que no está a mi alcance, porque lo único que puedo ofrecerles es un espacio para exprimir aún más nuestras dudas. Por eso les propongo seguir preguntando(nos), seguir ejerciendo la capacidad de asombro. Porque ante la falta de respuestas y lo precario del futuro, la práctica responsable del interrogante con la palabra y con el cuerpo es lo único que puedo intentar fomentar.
Textos consultados:
Castro Serrano, B. y C. Fernández Ramírez (2017) «Deleuze y la política del rostro (rostridad): alcances sobre el Estado». Revista de Humanidades, núm. 36, julio-diciembre 2017, pp. 41-68. Universidad Nacional Andrés Bello Santiago de Chile, Chile.
Castro-Serrano, B. y C. Fernández Ramírez (2016). «Rostro deshecho. Por un arte menor y sus alcances políticos en Deleuze». Revista Guillermo de Ockham, 14(2), 43-52. Universidad Nacional Andrés Bello Santiago de Chile, Chile.
Deleuze, G. y F. Guattari (2008) Mil mesetas. Trad. José Vázquez Pérez con la colaboración de Umbelina Larraceleta. Valencia: Pre-Textos.
About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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