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No hago pie

Entiende que ahí en la literatura se juega otra cosa.


«No vemos ciudades, vemos ficciones de ciudades.
Nunca conocemos realmente los lugares por las vidas de sus habitantes.
Las conocemos por su producción ficcional».
Cineastas, Mariano Pensotti

sábado 11

Sube el telón un tanto y sólo veo pies. Calzados, en tacos negros, en tacos beige, descalzos, pies con juanete, pies peludos, pies. Hay patas también. De sillas, de mesas, caídas de a pie. Pies cruzados y libres, pies de espaldas. Pasa un minuto y cuelgan de repente brazos. Pelos. Y un torso. Piernas chuecas en ve corta tijera. Piernas asimétricas con un pie en un taco y otro con el talón en el suelo.

Estirar la pata.
Haceme pata.
Haceme la gamba.
Estar en patas.
Estar patas para arriba.

Un jueves…

Conmoción. Mirada. Fija. Persevera. Observa. Miro y veo que está mirando. Más allá. De qué. Abismo abismo.

…cualquiera

Complicidad. Llegar. Entiende que ahí en la literatura se juega otra cosa. Lo hace desprovisto del concepto. No lo necesita.

viernes 3

Ecodoppler, catorce años después del derrame pericárdico y la maniobra: estetoscopio en el pecho, inspirá profundo, largá mientras te inclinás como un monje que reza.

Ahora me atiende un cardiólogo de doble apellido. Tiene mi edad, me trata de usted. Un cardiólogo que sabe de literatura. Lee Mondiano y arteria tricúspide. Lee Houellebecq y mi aorta. Lee en el cuarto frío del ecógrafo, entre latidos lub-dup. Lee mi corazón y me explica. Hablo de libros que no leí como si los conociera y miro mi corazón como lo que es, un músculo que a veces siento moverse, otras no. Un rompecabezas fibroso al que nunca en mi vida voy a llegar a ver cara a cara. Queda mirarlo en fotos sepia o escuchar hablar de él, como si fuera un familiar lejano. Siento su sombra en mí, un puño que se cierra y se abre. Mi corazón es una sombra blanca y negra que dice que sí. Ante la duda, sí. Me pide boca arriba y que respire profundo. Me clava el transductor en la boca del estómago, justo donde anidan los huecos de mis deseos. “Cuando las cosas llegan a los centros, no hay quien las arranque”, dice Leonardo en Bodas de sangre.

¿Será ese el lugar donde guardo la literatura?

sábado 4

Con ella solemos encontrarnos en la puerta del Cosmos. Esta vez, Con amor y furia. Salimos a la Noche de las librerías. En la esquina de Uruguay, Santiago Llach habla con otro hombre del duelo en Borges. Narra “Hombre de la esquina rosada”, menciona “La viuda Ching, pirata”, un texto de Historia universal de la infamia que nunca leí. El obelisco está de espaldas. La gente es mucha y camina. Un hombre flaco de traje arratonado asusta al desprevenido con un títere de conejo en la mano. Un grupo de adolescentes con pantalones en bolsa improvisan estrofas que hablan del antropoceno. El San Martín, dorado y negro, no se cansa de la noche. Llach y el otro siguen hablando de Borges. De cómo son necesarias las ficciones para mantener la cohesión (social, interna). Justo en ese instante, nenas y mujeres se escabullen como hormigas alrededor del escenario. En sus peinados (trenzas, rodetes, colitas) llevan incrustadas banderas argentinas brillosas, de un plástico berreta.

martes 7

Me doblo el tobillo.
¿Sentiste un crack? No.
¿Estás para seguir? Sí.
¿Se te formó hematoma? No.
Pisás raro. ¿Te duele? No.
¿Entonces? Es porque me da miedo.
¿Qué te da miedo? El sustantivo hecho verbo: no hacer pie.

lunes 6

La última obra de teatro que vi en 2022 fue Bodas de sangre, dos veces: una en noviembre, otra en diciembre. La vi doble sin saber que el 2 de marzo de 2023 María Onetto iba a morir. El lunes 6 empiezo a dar Bodas en el colegio. Resulta que cada vez que alguien lee los parlamentos de la Madre no puedo dejar de pensar en Onetto: “Mi hijo. La sangre de mi hijo”. Queda una voz y un cuerpo resonando para siempre en Lorca y en mí.

miércoles 8

Los años. Paso por las puertas del San Martín y, mientras espero a Ivana, pienso en todas las obras que vi de Pensotti y qué estaba haciendo en mi vida en esos momentos. Imito a Pensotti para narrarlo. Me imagino una voz en off que cuenta:

«S. está en el hall del San Martín esperando a su amiga, Ivana. Reclina su peso en la pierna derecha porque ayer se dobló el tobillo y le da miedo pisar con el pie izquierdo. S. está entusiasmada de volver a ver una obra de Pensotti, el único director del que ve cada cosa que estrena, desde que lo conoció. S. intenta no dejarse distraer por el aro futurista blanco que instalaron el año pasado en el hall del teatro y que rompe con la estética de los años cincuenta del lugar. Se mete en la memoria y elige pasar revista a cada una de las obras que vio de Pensotti y qué estaba pasando en su vida en esos momentos.

Cineastas en el Teatro Sarmiento, la primera vez. Sería el año 2013, cuando la soledad era tanta y la imaginación una bolsa asfixiante anudada hacia adentro. La segunda vez la llevó a su mamá, pero ya no era en el Sarmiento, aquel teatro impregnado de los ecos míticos de elefantes y leones que alguna vez habitaron el zoológico. Esa segunda vez fue en el Centro Cultural San Martín, probablemente al año, en 2014.

Cuando vuelva a casa voy a ser otro. ¿2015? Fue sola también, eso seguro. Como si en esos peores años en que las imágenes le fagocitaban de baba viscosa la cabeza, no quisiera compartir lo que le generan las obras de Pensotti con nadie más. De esta obra recuerda una cinta transportadora, como esas que hay en los aeropuertos para que la gente circule sin tanto esfuerzo. Eso en movimiento, como una cinta de Moebius, y algo de un tipo, un militante, que volvía luego de mucho tiempo.

Arde brillante en los bosques de la noche tiene que haber sido en 2018 porque a esa fue con su expareja. S. se pregunta si a O. realmente le había gustado, o si se habría escudado, como tantas otras veces, en su dificultad para entender el castellano. Había un fragmento de un film en Misiones. S. se acuerda patente de que actuaban Inés Efrón y Susana Pampín, quien hacía de Alexandra Kollontai.

A S. hay dos obras de Pensotti que le hubiera gustado ver, pero que, en cambio, leyó: La marea e Interiores. S. le mandó fragmentos de Interiores a un actor con quien se carteaba durante la cuarentena.

Le mandaba cosas como esta:

“Ellos no saben si tienen un futuro juntos, pero saben que les gusta tocarse, besarse y estar juntos. Cuando hacen el amor son los protagonistas de una película que siempre termina bien”.

O esta:

“Ella enumera mentalmente las calles por las/ que pasaron antes de llegar acá: Montevideo,/ Corrientes, Paraná, Perón…/ y un mapa diminuto se forma en su cabeza./ El mapa del pasado./ Pero ahora es el presente y los dos/ se sienten osados y no les importa nada”.

Le mandaba eso en meses en los que pensar dos cuerpos trenzándose por esquinas de la ciudad era algo insólito, prohibido, ficcional.

Con esas cartas recordaba momentos del verano con el actor, como por ejemplo la primera salida al Gaumont, y la espera del 12 frente al Congreso para ir a un bar de Palermo. Por eso le mandaba, también:

“Se van a despedir al amanecer./ Mañana por la tarde él va a volver/ a esta calle, todavía sintiendo/ el cansancio de la noche anterior en/ el cuerpo, para pasar otra vez por/ este lugar y tratar de sentir/ lo mismo que siente ahora./ Antes de hablar con sus amigos y/ que sus palabras desvirtúen/ todo lo que sintió intentará/ revivirlo en esa ceremonia íntima”.

Habían sido dos cuerpos extraños, novedosos ante la monstruosa ciudad, y ahora eran textos que intentaban rememorar gestos míticos y olvidados.

En junio de 2022, S. vio El público, una película, con Nu. Fue en el Malba y recuerda el resabio del barbijo, la lana Shetland picoteándole el cuello, la salida hacia el auto y unas cervezas en Mario Bravo. El pelo muy grasoso y frío, si es que esa combinación existe. Era viernes y S. no había llegado a bañarse».

¿Dónde estuve esta semana? ¿Qué hueco de qué zona de mi cerebro habité? ¿Qué recuerdo?

La memoria es un nido mullido enquistado en zonas del cuerpo. Me acuerdo de mi vida, de la más lejana al pasado más reciente de ayer, como un derrame de ficción. Camino y siento los pies húmedos, los tobillos lentos, avanzo. La marea sube, me pincha en la cintura, rasca mi mentón, sigo movediza, con cuidado por mi tobillo izquierdo. La pierna se desplaza con más esfuerzo, sube, me arde en el ojo, el líquido congela mi cuero cabelludo. Doy un paso último, la garganta se me inunda, ya no hago pie. Entrego mi cuerpo al vaivén, dejo que la imaginación haga el resto.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

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