En este texto exploro los efectos de la relectura. ¿Qué nos pasa cuando releemos un texto? ¿Qué caminos nuevos de la intimidad se abren frente a lo ya conocido? Acá analizo mi propia vivencia y me abro al duelo.

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Para Claudia, donde sea que estés.
Aunque no puedas leerlo, aunque ya no tenga sentido.
Muchas veces mis estudiantes me preguntan por la relectura. ¿Vale la pena releer los libros, Sole? El tiempo es finito, lo que queremos leer, mucho. ¿Priorizamos la novedad o deleitarnos con un viejo conocido? Ante esas preguntas, primero me defiendo y digo que me gustaría releer más de lo que lo hago. Siempre que tuve una recaída en la relectura, me levanté satisfecha. ¿Por qué no hacerla más seguido? Creo que algo pesan la urgencia y voracidad de no querer perdernos nada de esa Babel infinita, multiplicada ahora en diversos formatos; ya no solo hay libro en papel, está también el ebook, el PDF. Ante esta proliferación, esta voracidad un poco consumista, un tanto hedonista, ¿por dónde ir?
Pensamos que la relectura es volver a leer un texto, pero lo veo de otra manera. Estoy convencida de que la relectura es una relectura de una misma, no de una exterioridad. Esto se evidencia aún más cuando una tiene la costumbre de marcar los textos. Ahí releemos no solo el texto, sino el texto al margen que una hizo en determinado momento (vital, histórico). Es como mirarnos en un espejo con la posibilidad de observarnos retratadas en el exacto momento de la primera lectura. ¿En qué pensábamos, a quién amábamos? ¿Qué nos preocupaba, por cuál de las crisis estaba atravesando el país?
Ver mis subrayados me produce a veces distanciamiento de mí misma, otras un tendido de mano. Me confirmo y refuto, me comprendo, anticipo, lucho con mi versión más antigua, todo con una mirada hacia los márgenes. Esto de los márgenes lo leí, ahora recuerdo, en un texto de Eric Schierloh en el blog de Eterna Cadencia, “Ampliación de la dimensión del uso del libro”. Allí, el autor propone una “línea de incremento del uso del libro”, en la que se contempla la lectura, la relectura, la intervención sobre el texto, hasta llegar a los puntos que considero más interesantes: el palimpsesto, el libro como dispositivo gráfico, como álbum de recortes, como libro de artista. La propuesta de Schierloh me hizo reflexionar sobre la importancia del margen, de ese espacio en blanco que nos dejan los libros como invitándonos a que los profanemos. Recuerdo una vez que un alumno me dijo: “Sole, mis papás me enseñaron que los textos no hay que marcarlos, que así se arruinan”. ¿Cómo respondo a eso, cómo deshacer desde el rol docente el constructo de la virginidad también aplicado a los libros?
Respeto, pero no comparto esa visión El libro se marca, se subraya, se dibuja. A las páginas se les agregan corchetes, llaves, flechas, colores, post its, papeles, postales, mocos, café, el pegote de almíbar de una medialuna, entradas de cine y teatro, tickets de supermercado. La lectura no es una experiencia aséptica, es corporal. En todo (des)encuentro de cuerpos hay restos, manchas, huellas orgánicas, gérmenes contaminantes. Celebro eso. Y lo busco, y mis textos lo testimonian. La lectura es tacto, vagar por páginas, portadas y señaladores, por eso extraño tanto las librerías en esta pandemia, por eso releer implica para mí recuperar un poco del azar perdido este año. Voy al libro que estoy por releer a buscar una cosa, y me encuentro con otra. Es esta experiencia la que vengo a contar acá, la del azar recuperado en la relectura.
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Hoy empecé a releer la novela La sal, de Adriana Riva, para un taller que doy el lunes en el Laboratorio de lectura, proyecto que armamos con Cecilia Maugeri. Tengo que preparar la clase, y para eso la relectura se impone, es un vicio de la profesión. Tomo notas de las citas, distingo los ejes, estructura, personajes, temas. Me calzo el disfraz de docente en pose esquemática. Es una lectura sentada, atenta, para otros, no acostada y para mí. Eso es lo que iba a buscar a esta relectura: las claves del texto, las pistas para armar dos clases de taller. ¿Qué encontré? Eso y también otra cosa. Vislumbré el hilo conductor de la clase. Además, mi plexo picoteado por el dolor.
La primera vez que leí La sal era julio. Dos semanas de vacaciones de invierno, todo el día en bata, en sillón y pijama, leyendo las novelas elegidas para la segunda parte del año del Laboratorio. Leí de un tirón la historia de Ema, que intenta no solo sentir sino entender el vínculo con su madre porque “No quiero saber lo que significa mamá para mí cuando ya no esté” (p. 45). El viaje que hacen la protagonista con su madre, Elena, su tía, Sara, y su hermana, Julia, al lugar de nacimiento de Elena y Sara va en línea con ese objetivo.
Cuando leí esta novela por primera vez, mi familia era con dos tías. Ahora la releo: hay solo una. ¿Puede cambiar tanto la vida de una relectura a otra? ¿La existencia puede haberse estropeado tanto al punto que mi tía en carne y hueso no quede y que, en cambio que la tía Sara, personaje, también abogada siga existiendo? Cuando leía esta novela en julio, hubiese podido abrir el celular, buscar “Claudia” en mis contactos, y llamarla. No lo hice, o sí, pero creo no haberlo hecho justo el día que dediqué a la lectura de La sal. Ahora me encantaría poder volver a ese momento de lectura primera, interrumpir una descripción de la tía Sara, abogada (como la mía) que vivía de joven en la calle Ayacucho (como la mía) y llamarla. Y preguntarle cómo está. Y decirle que no podemos vernos, pandemia, el mundo se acaba, ella se va a acabar en un mes, pero acá estoy. Que no me olvide. Que en el momento más íntimo de la vida, el de la muerte, piense en mí.
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¿Habrá pensado Claudia en mí cuando el 26 de agosto de 2020 su cerebro se agotó, cuando una huelga masiva en su cuerpo decretó que la sangre ya no iba a circular más por ese organismo cansado, quejoso, pero aún joven?
“Deceso ocurrido en domicilio Lavalle XXXX, CABA a las 13:15 hs. Causa: infarto de miocardio agudo. Certifica Dra. XXXX. MP N° XXXX”.
La fórmula nunca llega a dar cuenta de lo que realmente pasa.
Cortocircuito
lo primero que se me ocurre. Algo que no encaja en la cabeza, el mensaje no llega, el sintagma está mal construido. Es agramatical. No puede ser que vos seas ahora un sujeto de muerte.
¿se murió? ¿murió? ¿está muerta?
Claudia no pega con muerta. Salen chispas cuando intento decir que Claudia está muerta, la oración estalla y se consume, ni la puedo terminar de tipear, pongo punto y el teclado se resiste, la tecla se endurece.
El sistema expele esa opción combinatoria: no-válida.
Escucho que estás tirada en el piso con barbijo todavía, con la canilla que corre, hay mensajeros vestidos de negro en mi cerebro que van y vienen y me arman una escenografía para que lo crea, no lo veo, no puedo verlo porque eso para mí no existe. No sucede, es imposible, otro personaje vestido de negro desmantela ese escenario, estamos tomando un café con budín de banana, eso sí es gramatical y aceptable. No lo otro. No Claudia muerta. Eso es asistemático, me electrocuta.
Grito animal
El cerebro no lo entiende pero sí el cuerpo. Algo sale y me raspa la garganta. Es un grito de fiera, estoy disociada: mi cerebro dice vida y niega, oculta, mi grito desnuda la escena y lo sabe, grita sin voz una cosa inarticulada por qué por qué y mueve la cabeza, la cabeza se me mueve de derecha a izquierda. No es intencional, estoy en el café con budín o en tu casa en los noventa viendo películas de Disney un sábado y vuelvo en mí y me siento haciendo no con la cabeza, negando lo que mi grito confirma y mi cerebro nubla. El cuerpo sabe que estás muerta y que ahora faltás y que ya no puedo decir que te llamo, o ignorar tu llamada cuando me daba fiaca hablarte, o ponerte en altavoz y desconectar la mente un segundo, o acariciar tu pelo suave, o sacarte puntos negros cuando me dejabas. Mi cuerpo ya se enteró y por eso grita, no es un sonido limpio, sale lastimado, con frunces, cuesta, se va sacando de encima algo que se generó ahí en el fondo de mi cuerpo, en el medio de mis pulmones apenas me llegó la noticia, apenas vi de refilón ese WhatsApp que luego fue confirmado por una llamada de papá.
Te extraño. Simple y vacío. ¿Qué significa eso?
Que tengo el reflejo de llamarte y me olvido de que no puedo hacerlo.
Que espero los domingos tu llamado entre el mediodía y las tres de la tarde.
Que mi mente repite en eco tu “¿Qué han comido?”
Que cada vez que hago fiaca me acuerdo de cómo me mimabas los fines de semana cuando iba a dormir a tu casa.
Que cuando unto una tostada, te veo inculcándome el hábito de las tostadas con mermelada para el desayuno.
Que hoy llueve y espero tu llamado: “Hola, princesa. Hoy está para hacer fiaca. ¿Qué van a comer? Te extraño y te quiero muuucho”. Nadie más va a decirme “princesa”, no voy a dejar que esa palabra se diluya en otras connotaciones banales.
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Termino de releer La sal. En las páginas 132 y 133 dejo nuevas marcas: dos relieves oscuros, imperceptibles en el margen, que hasta antes de hoy mi libro no tenía. Son las huellas de la angustia que me produce estar leyendo este texto en tu ausencia, Claudia. A Ema, que acaba de parir, le dicen que su mamá tuvo un derrame y está internada en otro piso del mismo sanatorio donde está con su beba. Carga a esta criatura cero km, la pasea por la habitación y decide contarle “en voz baja, mientras le olía el pelo, la historia de una mujer que se llamaba Raquel y sufría de insomnio (p. 132). Empieza ahí un párrafo que ocupa dos páginas en el que Ema le cuenta a Juana una de las posibles versiones de la vida de su madre.
Me pregunto si podría llenar dos páginas con la versión de tu vida, qué sé yo de tu vida, qué supe.
Intento. Me pongo a contarle a alguien imaginario la historia de una mujer que se llamaba Claudia Noemí, Noemí por su mamá, mi abuela. Ese segundo nombre no le gustaba, le parecía antiguo, demodé, restos de su madre. Entonces lo omitía. Claudia era también Claudita. Le gustaba ir a la peluquería cada semana a hacerse el brushing y el color. Se había abandonado bastante a sí misma, no iba a hacerse estudios, no iba al odontólogo (sus incisivos centrales, marrones por el pucho, se habían deslizado con los años casi a la altura de las comisuras de los labios). Su espalda estaba encorvada de llevar las carpetas a Tribunales, a Inmigrantes. Pero el pelo, el pelo era suave y de colores que cambiaban a degradé. Reflejos sutiles que le quedaban bien. Originalmente tenía rulos pero no los lucía, no como mamá que se los deja, ella siempre los aplacó. Insistía en que tenía que hacerme reflejos, decía que mi pelo era muy castaño y necesitaba luz. Me llamaba todos los domingos para preguntarme cómo estaba, pero tenía el vicio molesto de no escucharme cuando le hablaba, ella se contestaba a sí misma, no me dejaba terminar. En esa sordera, lo importante lo captaba. Tenía muchos puntos negros en la espalda, había tenido acné en la adolescencia y le habían quedado pozos, marquitas. En las tardes maratónicas de playa de mi infancia y adolescencia me dejaba sacarle los puntos negros con placer. No como mamá, que no me deja, y si me deja, grita y se pone esquiva al segundo. Claudia había vivido en Brasil unos años, con su exmarido. Se acordaba partes del idioma portugués y lo mezclaba. Amaba comer y cocinar. Extrañaba la sal, por su hipertensión se la habían prohibido. Desde ese momento se había vuelto más obsesiva con lo culinario, hablaba de la sal como una nostalgia, como un vicio de otra vida. Estaba al tanto de todos los descuentos de los supermercados, se obsesionaba con los dos por uno o los productos marca Día, que a mí siempre me dieron desconfianza.
Claudia miraba series, no leía mucho, había dejado de ser “culta” hacía bastante. Pero cuando le contaba que estaba organizando algún taller, la idea le gustaba. En agosto di un taller de cuentos y me dijo “me gustan los cuentos, más los escritos por mujeres. Porque una se siente identificada”. Claudia era libre, divorciada, temperamental, desafiante de pautas y estereotipos que ahorcaban a las mujeres durante los años ochenta. Un día discutí fuerte con mamá porque me había ido a dormir a la casa de un tipo más grande, que a mis padres no les gustaba. Volví y mi mamá me gritó, me hirió con palabras punzantes porque no estaba de acuerdo con las decisiones que estaba tomando. Mi transgresión no cabía en los esquemas de mamá, aunque con el tiempo se fue acostumbrando. Para protegerme de esa versión de mamá agresiva e irracional, salí a la calle llorando, y caminé inconscientemente hasta la plaza a una cuadra de la casa de Claudia. Una parte de mi cuerpo disociada de mí agarró el celular y marcó su número. “Mi amor, no llores en la calle, vení”. Lo despachó a Alberto a dar una vuelta y me abrió su casa. En la cocina me dio un abrazo con agua, o con un té, con o lo que fuera que necesitara en ese momento y me dio su tiempo, su partecita de pasado, su voz. Me ayudó a entender a mamá y a entenderme a mí, a entender que yo tenía el derecho de diferenciarme de mamá, que debía hacerlo.
Claudia también me enseñó a ahorrar. Para un cumpleaños (tendría doce años, creo) me dio un sobrecito: “una chica independiente tiene que tener sus propios ahorros”. Para la Navidad pasada, antes de irme a Italia, me dio también un sobre. Estaba mal de dinero, me lo dio igual. “Para que te compres algo lindo”. Se lo quise devolver y no me dejó. Claudia me enseñó a ahorrar y lloraba por el dinero, nunca le alcanzaba. Se quejaba, la voz hacía la curva de la espalda yendo a Tribunales en los días calurosos de diciembre. Claudia gritaba, tenía exabruptos en los que maltrataba y hería a la gente. Ni sus secretarias, ni mamá, ni Mimí, ni sus amigas, ni yo, nadie estaba exento de, al menos una vez en la vida, ser objeto de uno de esos estallidos. A mí me toco el año pasado. El primero de mayo, feriado. Claudia me llamó y me gritó: me pulverizó, que por qué me había distanciado en el último tiempo, que por qué no la llamaba más, que ella también me necesitaba. Lloraba yo. Por el impacto de que alguien me gritara tanto, pensé en ese momento que lloraba. Ahora entiendo: lo que me desarmaba era verme adulta. Si Claudia me estaba destruyendo así con su voz alzada y sus palabras, significaba una sola cosa: ya no era una nena. Era una adulta capaz de escuchar esa verborragia hiriente, soportarla y hacerme cargo. Grité a mi vez, le traté de explicar mi distancia, lloré, lloramos, colgamos. A partir de eso, me esforcé por estar más presente. Aunque cuando la llamara no escuchara y anticipara mis respuestas. “¿Qué han comido? Yo preparé… “y ya empezaba con su experiencia culinaria, sin escuchar lo que yo (no) tenía para aportar en ese tema. A pesar de esos detalles (ahora entiendo que son detalles) eso intenté, intenté volver a ser la sobrina que había sido una vez para una tía que ya a los sesenta y cinco años ya era otra.
Cuando yo era chica Claudia era distinta. Claudita, mi tía Claudita. Salía de bañarme en su casa y me hacía un turbante. Alquilábamos dos películas en el Blockbuster: una para la noche y otra para la mañana. Nos reíamos con la posibilidad de que entraran los murciélagos de la cuadra. Caminábamos y mirábamos vidrieras. Los viernes a la noche, al salir del estudio, iba a lo de Mimí, donde yo la esperaba cantando y comiendo Sugus de una latita, cenaba ahí y me llevaba hasta casa. Íbamos de la mano y parábamos por Freddo a tomar un helado. En invierno usaba medias largas de red, yo metía los deditos por los agujeros y a las carcajadas le decía “Claudita, ¡tenés las medias rotas!” Ella fumaba y yo manoteaba el humo con mis manos, intentaba darle alguna forma a esa nube de alquitrán.
Claudita dejó de existir, electrocución. En La sal la madre de la protagonista muere. Leo en esa muerte de madre la muerte de mi tía, a la vez que es inevitable también pensar en mi mamá. Entiendo más ahora el impacto de mi tía en mi vida que antes, que cuando ella estaba y podía manotearlo en cualquier momento. Ahora no la tengo y acaricio los recuerdos que se descomprimen con las fotos, me rearmo y desarmo. Pienso en esa hora y ese día, las 14:40 del 26 de agosto cuando terminé de dar una clase por Meet y me enteré. Entiendo solo que mi cerebro, en ese instante, dejó de funcionar. Por unos cinco minutos se volvió inepto. Claudita no puede estar muerta en el estudio.
Con los meses me fui haciendo a la idea. Antes de quedarme dormida, suelo pensar en su apagón: ¿habrá sentido algo? ¿Habrá pensado en mí? Hoy puedo decirlo, Claudia, mi tía, mi madrina, está muerta. Hay días en que no lo entiendo. Otros en los que me olvido y pienso que está de viaje, que ya nos reencontraremos. En algunos momentos lo acepto. Miro para atrás lo escrito: compruebo que alcancé a llenar dos páginas de Claudia, de lo que fue Claudia. Tengo más para decir, más historia, más de la versión que a mí me queda de mi tía. La que quiero creerme. ¿Es la verdadera? No. Pero ¿hay una verdad absoluta de cada persona?
Prefiero pensarnos en tanto versiones, mostacillas en un caleidoscopio siempre en rotación. Somos seres mutantes, mutados, comprensibles por momentos, indescifrables en otros; me asfixia pensarnos encorsetados en una sola modulación. Somos como los textos, que se releen, se reescriben, se resignifican. Como La sal, que hace tres meses era tan solo una novela para dar un taller y ahora es un abrazo que me falta.
Esta, la que escribí en estas páginas, es la versión de Claudia que elijo recrear, la que quiero que me acompañe. Versión que probablemente varíe, que modifique a medida que vaya desdoblando más capas de su pasado, viendo más de las fotos que me traje de su casa. En todas estas versiones, va a haber solo una cosa que se mantenga inalterable. El hecho de que ella es mi tía y que va a estar ahí, a la vuelta de mi pasado, cada vez que necesite hojear hacia adelante para buscarme, releerme y reencontrar una nueva faceta de mí misma.
About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
No hago pie
Tutti frutti
Por acá pasa la vida