Un viernes de febrero, dos días antes de su cumpleaños, en una ciudad chiquitísima del norte de Italia, termina Los galgos, los galgos de Sara Gallardo. Un sábado de agosto, un año y medio después, encuentro las notas que ella escribió acerca del texto. Son impresiones de una lectura fresca, recién terminada, por lo que no tienen rigor académico ni pretenden bajar una línea interpretativa. Son volcaduras pensadas ahí nomás de subirse un avión para regresar a Buenos Aires y sentir que parte del texto de Gallardo se quedaba allá, en la ciudad chiquitísima. Si escarbamos en la díada lecturas-ciudades, en esto estoy de acuerdo con ella: una ciudad se traga no solo trozos besos en portones, tacos rotos en la escalera del subte, separaciones en bares notables, melancolías de museo, muestras de inferencia a la salida del supermercado, esquinas de anonimato… en las superficies de la ciudad también quedan impresos los restos de todas las lecturas que hicimos en ella. Dejo que hablen sus notas, lo que pudo traerse de su experiencia con la ficción Gallardo.
febrero 2019
Me identifiqué con Buenos Aires y San Telmo en esa época no dicha, las noches de verano, los violetas del cielo, el tanque de agua y la escalerita que se veían desde el departamento de Lisa. Me chupó el ambiente de París y esos personajes, la taxista con el perrito y el marido que no sale de su casa, o Julie y su trenza sollozante, la nieve, las flores, el frío de nuevo, Diego, el amigo niño, la extranjería con sus dos caras: la libre, la solitaria. Olor amaneciente en Las Zanjas, toros nauseabundos, galgos tiernos, el accidente de Chispa cuando se queda atascada en unos alambres, la ilusión de los comienzos, el armado de una casa desde cero, el momento en el que el arquitecto pone una caja de fruta y dice que en ese lugar se construirá, por la orientación del sol. Cajón de fruta como piedra fundacional, como la piedra que desecharon los arquitectos, una suerte de “El matadero” para la literatura argentina. Los comienzos y los finales, las estaciones.
Julián nace una vez y muere muchas, o muere una sola vez, y nunca renace, o vuelve a nacer, pero ya muerto después de la separación con Lisa. Nacen galgos, mueren galgos y galgas, crece Diego, el nene que deja de ser inocente un día, cuando habla de secretos y se entera del intento de suicidio de su querida actriz-amiga-adulta Nenette. El universo galguiano me envuelve, trato de huir de algunas citas, como la de los dados, “se agitan y sale amor, o sale drama, o sale nada” (p. 342). Misterio por qué a veces sale nada y a veces sale obsesión, y otras veces malentendido y un profundo desencuentro. Me quedan impregnadas imágenes: el pelo de Lisa león, el cuadro del colibrí en azul que compra Adelina, quien luego será la mujer de Julián, tanta pena me da ver cómo él termina con Adelina, si su amor era Lisa, ¿por qué es tan difícil encontrarse, y una vez que las personas se encuentran, que la enredadera tejida se encauce para un lado un poco más luminoso? Me persigue también Orlandi, tan trepador, lo vi desde el principio, cómo Julián no lo vio. En esa cosa que se agolpa adentro, en el pecho, bien en el centro, en el fondo, se palpa sin el tacto y tantas veces la damos un codazo. Esa presión que traducimos por “no” o “sí” para hacerla inteligible a nuestra racionalidad, y que después tratamos de combatir con argumentos lógicos y coherentes. Nuestra verdad. Desoír esa presión, descomprimirla por todos los medios, ese es el rodeo para perdernos.
Galgo amor muerto
En la página 28, el tumor de la relación entre Julián y Lisa: “Sabemos igualmente que el mal que aventa los amores no es un mal que ronde desde afuera: anida dentro de uno”. Empieza el descenso a una relación a moretones, un punto negro carnoso que anida entre ellos sin pausa.
Una mínima superficie de sombra tiñe lo amado, y en esta novela hay una definición perfecta del amor: “Lisa empezó a pasar los dedos por mi cara, y era como si me la estuviera inventando. Pues ¿para quién tenía yo una cara sino para ella? Para mi hermano, su mujer o los empleados del estudio mi cara era un dato. Para ella era algo, y la suya algo para mí, algo como una casa para descansar o exaltarse” (p. 49). Atinado. Lástima que esa casa más adelante va a vaciarse, la cara de Julián será menos que un dato, una ruina, una estructura en descomposición.
Julián, tan convencido de que no debe sorprenderse por nada, claro, si desde un principio sabía que la felicidad, o como dice él, las cosas que confundía con la felicidad, se terminarían: “Como un dragón que se incorpora lentamente y está por alzar vuelo, la felicidad demora sus anillos alrededor de mí. Acostumbrado a verlos, dejo que me acunen. Algún día descubriré que se han ido” (p. 132). Este personaje está tan acostumbrado a todo y a la vez no. Cuando Lisa se va, él está convencido de que va a volver, lo supone, arma una estrategia, esperar, no atender al timbre cuando sea ella, dejarla llorando escalera abajo. Te equivocaste, Julián, Lisa no vuelve y eso en algún punto creo que te sorprende. ¿Podré ser Lisa cuando me toque dejar de llorar escalonada, cuando me toque irme?
Corsario, el galgo, muere temprano en la novela, en la página 140. Mientras leía no me pareció que fuera tan pronto; ahora que releo para escribir esto, me doy cuenta de que es así, como pasa todo lo amado. La vida en Las Zanjas sigue, Chispa lo duela pero al poco tiempo se acuesta con otros perros. A Julián eso le duele: ¿por qué? ¿La considerás una puta por eso? A Chispa la excede el olor a perro muerto, la desborda a tal punto que tiene que revolcarse con los asesinos de Corsario para anularse en ellos.
Julián dice que todas las cosas nos hablan de desastres. Julián fatídico, lunático, melancólico, el mismo toda la novela presagiando desastres para los cuales no puede prepararse de antemano. Lisa también siente los presagios, llora de noche, sabe que lo bueno se les termina, se avecina algo malo, una sombra. La entiendo, nos pasa cuando estamos en lo que llamamos, con una expresión cristalizada, “cumbre de la felicidad”. Tememos, algunos, bah, yo temo que justo en ese momento algo malo va a pasar. La confusión radica en pensar que el fin del amor se debe a eso, a una sombra externa que viene de arriba aguileando y sombrea el amor en grisáceo, reseco, y que ante ese descarnado panorama no podemos hacer nada. No es así, como dice Julián, lo malo de su amor ya estaba en ellos, no venía de afuera. Eso lo ve después, cuando Lisa ya está lejos y no son más los mismos. La caída del amor estaba dicha, como decían los dados, sale felicidad o sale nada o drama. El error, vuelvo a la imagen de la cumbre, es pensar en modo cumbre-vertical-metáfora de la montaña, como si la vida fuera en subida o en bajada y no fueran olas sinuosas, algo más o menos brusco, tenue, el agua oscura que contiene la espuma de la orilla.
Recuerdo también la historia que cita Julián de la nodriza, el rey y la copa. Hay que mirar la copa todos los días, cuidado porque cambia, no vuelve a ser igual. De nuevo el presagio, la anticipación que está pero ellos no saben ver: “No lo sabemos aún. El olor del final, siniestro y atractivo como la carroña que hace correr de noche a los sabuesos, ya nos ronda” (p. 168). Rondan los galgos en dados, se agita el azar y la copa con veneno ofrecida por un dragón disfrazado de cordero mata, mata lo siniestro que no es del dragón, es lo propio, lo más íntimo, lo más extraño a la vez.
París en Julián
En la tercera parte de la novela, Julián va a la Sorbona por una beca que no finaliza. Como buen estudiante al que no le gusta estudiar, dura un tiempo en las clases y luego reparte su tiempo en todo lo otro. Conoce mujeres, la italiana, Tatiana, Julie, se hace amigo de Diego, el hijo de los embajadores argentinos en París, frecuenta un restaurante oscuro en el que se siente cómodo, vive en un sucucho decorado por una lámpara art nouveau y extraña a Lisa. Lo dicen los detalles, la comparación del cielo parisino con el porteño o la invocación de la melena leona en la cabellera de cualquiera de las otras mujeres. Lisa es también París.
[Me gusta esta comparación, por lo que voy a anotarla aunque no tenga que ver con lo que estoy diciendo: “Ringo Starr duerme como un charco de miel en un rincón” (p. 217). Ringo es el perro de Diego, el nene de diez años del que Julián se hace tan amigo. Tanto que una tarde en la que desaparecen juntos para ir a visitar a Nenette, la actriz suicida amiga del nene, lo confunden con un pedófilo y casi le prohíben volverlo a ver. Diego es un nene sabio, de esos nenes habitados por sujetos de cuarenta años.]
En París, Julián trata de ser otro, pero no le sale. Diego le pregunta si alguna vez tuvo perros, él lo niega. Escapa de su pasado, de Las Zanjas, de su intento de estanciero, niega sus dos únicos amores: Lisa y los galgos. ¿Será por eso que Julián no puede hacer el duelo de la muerte de Corsario, ni de la distancia con Chispa ni de la separación con Lisa?
[Más imágenes para anotar y que queden entre paréntesis: el aire de tiza gris, para describir la atmósfera parisina. La librería que “suele rascarse elegantemente la cabeza con un lápiz” (p. 233).]
El calor de Buenos Aires revienta. En París, el cielo es de tiza y los bares se llenan de presencias. Las nubes disgustan, según Julián, no sólo por su condición de nubes, que ya es bastante angustiante, sino por ser foráneas. Tiene razón: un día lluvioso en casa es triste, pero un día lluvioso en un país que no es el nuestro es casi imposible de sobrellevar. El Sena es traicionero, se mueve como lomo de gato; la ciudad se suspende en él, cada elemento frágil pero a la vez contundente. Estar en concreto en París y sentir la soledad punzando fuerte es lo que vuelve todo tan insoportable.
Llorar no enferma, dice Julián. Gracias por contribuir a desterrar lugares comunes, como que llorar hace mal, como que la felicidad es una cumbre. “La vida ideal es como un cuadro cubista” (p. 301), tiene razón en esto también. Lo ideal sería aceptar el ángulo y construir un collage de lo que más amamos. Nuestro error, gastarnos las uñas de la psiquis para intentar redondear lo anguloso y pretender uniformar el collage.
A Julián las ciudades le gustan en verano, como a mí. Por el olor, por el ritmo que toma el caminar de la gente, por la pose que toma el sol al amanecer, por lo tarde que está uno habilitado a acostarse, por la expansión del campo visual ante nuestros ojos (p. 323). El calor se desploma, usando sus palabras, pero es curioso, ese calor no me anula, me revitaliza, me baña como un aceite-seda en inyección vital.
[Otro párrafo para poner entre paréntesis: “Imposible dejar de amar lo perfectamente amable” (p. 328). Ni sé quién dice eso ya, anoté la cita en una servilleta del Sartori porque me pareció iluminadora. Amable en la acepción de que se deja amar, no en la acepción de bueno, aunque la raíz debe ser lo mismo, pero en el uso lo fuimos alejando.]
Los besos, qué tema, tanto se amasan en la novela los besos, besos con furia, violentos, largos y escuetos. Verdaderos con Lisa; melancólicos y angustiosos con Julie, de plástico con Elena. Me llevo todos los besos conmigo, siempre, a donde voy. Son portátiles, como dice Julián, no pesan en las valijas, son stickers para la piel, acumulados. Una especie de propulsión vital que acelera mi sangre y me la colorea cuando se está poniendo pálida. Esos son los besos. El espacio para la melancolía es el silencio, uno oscuro y espeso (p. 357).
Regresos
Julián vuelve, regresa a las Zanjas y comprueba cómo todo es igual y a la vez ha cambiado. Sigue amando a Lisa, pero ella nunca volvió a buscarlo. Chispa va a morir al poco tiempo de que Julián llegue; la casa está amarillenta. Después, Buenos Aires: “La ciudad, esa ciudad placentera, turbia, inteligente, confusa, la mejor del mundo para vivir, se extiende fuera de la ventana y el viento hamaca el farol colgado de un cable en una esquina” (p. 348). Claro, lo digo desde Italia, lo vuelvo a constatar desde Buenos Aires cuando releo estas notas: esta ciudad, la mejor para vivir. Y la peor, a la vez. Julián se pone astronómico: “Cuando la luna está muy poderosa todo es extraño, no hay rocío, y el globo terráqueo parece hipnotizado” (p. 385). Su vida embobada en una sola dirección, lo sabe y a la vez busca creer que no es tan así. La vuelta fue para ver morir a Chispa, eso lo tiene claro.
En una exposición de las obra de Lisa, Julián la ve, comprueba que estuvo en Estados Unidos, que es la amante de un hombre casado. Se embronca, se acuesta con la mujer engañada, a los pocos días, en una quinta, se trompea con el hombre rubio en cuestión, apodado por él Sigfrido. Lo asiste Adelina, prima de la mujer del rubio, quien se convertirá en su esposa de porcelana. Julián violento, que se casa con quien no ama, que le pega, le ata el cuello con su pelo, se encierra y la angustia, se deja crecer la barba, es cruel. Más paréntesis de imágenes: “El eco de la fiesta resbala por las feas paredes mudas de la ciudad” (p. 399). Otra: “Miro también la curva de un cable que cuelga entre dos casas. La belleza de esa curva me calma” (p. 404). Esta cita sólo cala en el cerebro para quien se detuvo a observar, en Buenos Aires, esos cables impunes, bamboleantes en peligro e ilegalidad. Para quien imaginó usarlos como soga saltarina, o como manija que arranca edificios enteros de las raíces de asfalto. La calle y la casa propia: “Mi casa y yo nos entendemos bien. Silencio y soledad. Basta de errores” (p. 412). La casa (o ciudad) habilita nuestros errores. Soporta nuestros impactos, deja que la llamemos hogar a pesar de que al habitarlas las deformamos a nuestro antojo.
Julián se va de la estancia, choca con un camión, vagabundea por San Telmo y realiza esta comparación: “La llevo [a una revelación] como un perro que recoge un telegrama en una isla desierta y con él en la boca da vueltas en torno a la casa donde su amo está muerto hace meses” (p. 456). Lo irrevocable comparado de manera filosa en esta cita. Al volver a Las Zanjas, se encuentra con Lisa en la estación. Ella habla en condicional, que volvería con él, y él, implacable y misógino, quiere darle un bife y le habla en imperativo. Modos verbales irreconciliables, fin de la cuestión.
El narrador cambia y nos habla en tercera. Julián es escandaloso, paria, asesino que huye, ridículo, despreciable, sospechoso. Camina por la llanura, es todo eso por caminar por la llanura, escenario que no para de transpirar asociaciones en la literatura argentina. Hasta el último párrafo se sigue lamentando por Lisa. La novela cierra comenzado el otoño, no sabemos qué será de la vida de Julián.
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Las notas terminan acá. Las releo, edito lo mínimo indispensable, vuelvo a releer. Me pregunto si tiene sentido publicar en Internet un texto así, poco concluyente que, sí, tiene algunos destellos, alguna reflexión interesante, pero que es un híbrido. Un texto en el que ella parece usar un texto literario como excusa para hablar de sí misma. Apenas pienso eso me pregunto: y si así fuera, si su intención hubiese sido poner en primer plano no la novela de Gallardo, sino entender la clave de su propia experiencia, ¿hay algo de malo en eso?
Que la literatura no devenga únicamente objeto de estudio aséptico de tesis, no clausuremos su potencial movimiento de apropiación-reapropiación por parte de cada sujeto lector. En ese jugoso vaivén el texto se hace cuerpo: le hablamos con nuestros matices más íntimos y somos, a su vez, hablados por él.
Edición utilizada:
Gallardo, Sara (2016). Los galgos, los galgos. Buenos Aires: Sudamericana.
About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
Captar la ausencia: una hipótesis
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