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Tutti frutti

¿Y si lo cotidiano se desarma?

La única salida de emergencia es la que llevamos dentro.
Al menos, lo aprendí temprano
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“Sin salida”, Leila Guerriero

“Lame las articulaciones, muerde el corazón”, me dijo una vez mi psiquiatra mientras me veía agazapada en una colonia de oscuridades con colmillos luminosos hincados en mi carne.

Grito.

Desfiguración. Lenta pérdida del rostro y de algunas funciones vitales como amar.

Mentira. De amar nunca se deja.

El cosquilleo era el mordisco o bien la sensación de algo amputado a la Vía Láctea. Ausencia percibida como cucarachas en orgía con mis válvulas.

En la fila de la verdulería, una mujer cuenta que vio la sandía sangrante, pringosa, succionada por la furia de veinte hormigas rojas, asfixiadas en su deseo.

Me pregunto: cuando el miocardio es esa exacta sandía, ¿qué hago?

El señor con pelusas blancas en la papada dice que ayer vio un pájaro negro de pico aún más negro posarse sobre el melón rocío de miel, el más joven y pulposo, que lo vio darle con el pico hasta dejar al fruto jadeante, sin vida, achicharrado. Caído en medio del asfalto estaba el melón ese con un orificio de punta a punta y arrugado como una pasa de uva olvidada al costado de la mesa en la noche de Año Nuevo (cuando ya todos duermen con baba en la comisura y trozos de turrón entre los dientes).

Elucubro: mi cerebro siendo ese melón, cómo se rescata.

El muchacho de gorra y musculosa dice haber visto en la frutería de enfrente, la que compite con esta, una pila de duraznos calientes surcada por una batahola de lombrices ciegas. Estaban prendidas con un júbilo mortal a la pelusa, como si esta fuera una pituca alfombra residencial.

Apunto: cada vértebra apelmazada como duraznos pudriéndose al sol, ¿se vuelve de eso?

Una mujer de capelina con moño blanco relata que la semana pasada tres abejas se posaron sobre la cumbre de las cerezas y aguijonearon cada sinuosidad carnosa posible de manera tal que al rato brotó de la canasta un suculento riacho veraniego.

Imagino: tener cerezas en las rodillas y que la marcha equilibrada se deshaga en canicas color vino, casi negro, chorreantes, ante la visión de la persona que me genera taquicardia.

El frutero acota que anoche su hijo de cinco años lloró tanto por un video terrorífico de TikTok que la cara se le desmembró como un puñado de frutillas en flor estampado con rabia virulenta roja, rasposa y tersa a la vez, sobre un dispositivo sagrado como puede ser un santo o una virgen inmaculada.

Pienso: manos jadeantes desangradas por la lejanía (física, simbólica, ¿mental?) del objeto de deseo.

De repente vuelvo en mí recuperada por el vacío de anécdotas. “Contate una, flaca”, piden los ojos mendicantes de monólogo callejero. Por primera vez siento que no es necesario ni adecuado camuflarme en la palabra. Dejo mi mochila en el piso. Acerco mis manos irritadas al pecho, ahueco bien fuerte a la altura de mi corazón, lo desinserto y lo arrojo al vientre de la sandía. Desatornillo una muñeca, despacio pero sin respiro. La sujeto entre mentón y hombro mientras hago lo mismo con la otra, sosteniéndola con los dientes hasta que hace un doble track. Muerdo mis manos entumecidas y las arrojo como lo que son, un pedazo de carne, bien en el centro del cajón de las frutillas. Me desnuco con un sacudón seco y mi cabeza rueda rueda hasta rozar, como en el bowling, el melón sediento en medio del asfalto. Me arrodillo bien fuerte hasta hacer de mis rótulas un pastiche que se tiñe de bordó con el jugo de las cerezas desbocadas. Tiemblo tiemblo y mis vértebras son bolas de pelusa con olor a enfermo, baba exiliada de un cuerpo exhausto, excedente de baldosa. La clientela mira saciada mi desarme, satisfecha con su dosis cotidiana de narración.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

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