Escribo porque es la única manera en la que puedo crear, aunque no tengo la constancia suficiente para hacerlo. Cuando me imagino un mundo o tengo un sentimiento o se me aparece una sombra que necesito exorcizar, el código me viene en forma de palabras. Trazos que crean imágenes y conjugan sentidos, palabras que son sólo pinceladas de tinta y sonidos que me generan simpatía o placer sensorial.

No sé cómo, pero por algún mecanismo oculto devienen contextura, prismas con recovecos en los que puedo descansar y entristecerme en paz. Escribo menos de lo que puedo, menos de lo que me gustaría, con menos constancia de la que tendría que tener para hacer de esto un verdadero oficio. Me da terror no escribir y más espanto aún hacerlo, porque me enfrenta a mis peores espectros. La frustración de sentirme empantanada, la tendencia a comparar mi palabra con la de otrxs, mi pérdida de concentración, mi falta de constancia y mi dudosa virtud de comenzar proyectos y dejarlos todos a medio andar. Escribir es un desafío y una manera de batallar contra miedos que me pinchan los poros. Mi escritura es un punto que pasa al otro lado de la hoja como un tatuaje que se engancha en las células y no las deja hasta la hora en la que pasan a ser células bien muertas. Es la vía que se me abre, para luego cerrarse y volver a asomarse en curva en un instante poco esperado. La escritura es el lenguaje que me queda para contar y contarme, la camisa de fuerza que me hace sentirme a la vez parte y fuera de este mundo.