Me acuerdo de:
- La textura rugosa de las manos de mi tía abuela. Un par de manos dálmatas, llenas de manchitas marrones irregulares y con las venas en relieve, vasos comunicantes de ternura.
- El gusto de los amaretti que servían con el café en un bar del que mamá era habitué.
- Las mesas de ese bar, que debajo del vidrio tenían esparcidos granos de café.
- Los adornos diabólicos que había en la mesa ratona del living de mi abuela. Por ejemplo, un toro de metal con un huequito en la cabeza donde se insertaban diez o doce espaditas. Estas luego servían para atrapar con elegancia el queso en las noches de copetín.
- La primera vez que sentí la ausencia de mamá. Fue en la pescadería San Antonio, en la esquina de Arenales y Anchorena. Había una multitud haciendo cola, era invierno y yo me mecía entre camperas acolchonadas y piernas enfundadas en corderoy. Estábamos pegadas a la vitrina. Cuando llamaron el número de mamá, nuestras manos se desprendieron y yo me quedé hipnotizada por un pulpo inmenso del que recién me percataba. Era una odalisca retirada del mar en una pose ceremonial. No podía creer que una criatura tan majestuosa estuviera viviendo cerca de mi casa. Podríamos hacernos amigos, aunque no sé si es muy común que una nena y un pulpo se conviertan en compinches. Tal vez lo puedo invitar a jugar a casa, y si quiere agua, le lleno la bañadera.
Cuando terminé mis cavilaciones acerca de la conveniencia o no de esta amistad, miré a los costados y no sentí en mis cachetes ni vi la pelusita gris del abrigo de mamá. Intenté captar alguno de sus rulos dando vueltas por el local. Nada. Me sentí huérfana sin saber lo que eso significaba. Estaba vacía y con los ojos inundados. Comencé a odiar al pulpo que me había distraído. No quería ser más su amiga, me había separado de mamá. Me deslicé entre las personas sin cara. Iba a salir a la calle para llorar con más soltura cuando la vi aparecer de entre la multitud, triunfante con la bolsa de merluza. Me prendí a su muslo como un koala. Sin entender el porqué de tanto pegoteo, ella me tomó la mano y nos fuimos a casa. - Productos que existían durante mi infancia: los postrecitos Gándara y Sandy (los primeros, con caras de monstruitos), unas trenzas enormes de una masa color pastel que nunca supe cómo se llamaban, el Kero, la Crush, los alfajores Blanco y Negro, el programa “A jugar con Hugo”.
- Sentirme una deportista de primer nivel cuando, a los diez años, jugaba al fútbol con mi papá y atajaba sus intentos de gol.
- Jugar por horas al pan y queso con mi abuelo en el living de su casa.
- Clasificar el pan de leche con crema pastelera que mi abuelo compraba para merendar en dos categorías: la parte “divertida” (la capa de crema) y la “aburrida” (todo el resto). Por muchos años, comí solo la parte divertida y doné a mi abuelo el resto. Dejé de hacerlo cuando mamá se enteró de mi proceder y me dijo que era de muy mala educación disecar de esa manera los alimentos.
- La fascinación que sentí la primera vez que pude comunicarme en otra lengua, cuando en un vuelo de París a Londres en el 2003, la señora del asiento de al lado me preguntó la hora en inglés, yo le contesté de manera espontánea y su sonrisa cálida me agradeció.

About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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31 julio, 2024
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