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Día 12. Elegí un objeto de tu casa. Escribí su historia

Recostados sobre la mesa de caballetes, formaban una paleta cromática de una armonía estridente. El naranja Holanda, el verde reptil y el violeta misterio competían por ganarse las miradas de los paseantes de la feria de San Telmo. En algunas ocasiones lograban que les echaran una hojeada a sus páginas vírgenes, pero hasta ahora ninguno había sido transferido a un nuevo hogar.

Paseábamos con mamá un domingo por Defensa. Turistas y locales pululábamos por igual. El esfuerzo de la travesía era doble: admirar los objetos presentados por cada artesano y evitar doblarse un tobillo a causa de la soberbia de algún adoquín retobado que quisiera hacerse notar. En ese estado de concentración estaba cuando mamá me dice: “Mirá, un puesto de cuadernos, de esos que te gustan”. Contuve el aire y me hice finita para poder escabullirme entre los fragmentos de cientos de cuerpos que obstruían mi visión de aquel objeto de deseo.

En escala de grandes a chicos, de cuadernotes imponentes a libretas de secretos, se asemejaban en perfección a los encuentros cruciales de nuestra vida, esos que llegan en el instante perfecto y la cambian para siempre. Como suelo hacer en situaciones como esta, en las que debo inspeccionar para luego tomar una decisión, me arremangué el suéter de hilo y comencé mi análisis. Palpé texturas, probé la fuerza de los elásticos, miré a contraluz las hojas, golpeé lomos hasta que completé la primera fase del proceso. El tamaño estaba elegido, me llevaba uno de los grandes. Pasaba al segundo nivel: el color.

Hay dos tipos de elecciones que siempre me costaron: elegir gustos de helado y elegir colores (en particular, cuando debo escoger algo –ropa, calzado, objeto- que viene en más de uno). El episodio fundacional fue a los cinco años, cuando dudé por media hora en Casa Tía acerca de si tenía que llevarme las botas de lluvia amarillas o rojas. Terminé con las rojas, luego de un período de vacilación infantil insoportable.

De modo que, cuando en la feria mi madre vio que se venía la elección de colores, se alejó con prudencia. “Te espero en la esquina”, dijo, en un gesto de profundo respeto hacia mi intimidad.

Comienzo mi valoración en medio de la calma tumultuosa. El violeta es lindo, pero me perturban las anémonas estampadas en azul que lleva en la portada. Sé que el naranja con sus firuletes celestes me va a traer insomnio. El negro es muy negro. Era obvio, el que más me gusta es el turquesa. No me convence tanto que el elástico y la estampa sean negros… pero el dibujo en sí que comienza en la tapa y se arrastra por el lomo y parte de la contratapa me hipnotiza. Es un árbol desolado, como el que aparece en la película El gran pez, de Tim Burton. Tiene esa estética. Solitario y moribundo, parece decir: vivir te lleva a esto. Lo tétrico vence y lo elijo.

“Costó la decisión, ¿eh?”, me dice el artesano. “Son todos lindísimos”, es lo menos cliché que me sale, mientras pago y recibo mi paquete. Me arrastro por la pasarela inundada de personas vestidas de fin de semana en busca de la esquina donde me espera mamá. Soy la misma que antes, pero otra: aferro con mis dedos un nuevo tesoro.

El cuaderno se adaptó a mi estilo de vida. Soportó estar a la intemperie en el escritorio, siempre listo, sin el cobijo y la oscuridad de un cajón. Se bancó rayones, arrancadas de hojas en períodos de rabia, críticas, lágrimas, tatuajes de diversos colores. No se quejó cuando le pegué papeles, entradas de cine y de teatro, fragmentos de mapas y artículos de diario. Ni un gemido a lo largo de este proceso de despersonalización. Permaneció fiel aunque muté su identidad y vulneré la virginidad de su papel cremita con garabatos. Nunca se rebeló cuando lo abrí en horas inoportunas o lo trasladé en viajes sin su consentimiento.

El día que completé su última página, un año y medio después de haberlo iniciado, casi lloro. No podíamos retroceder pero tampoco continuar con nuestro idilio. Fui para atrás en las anotaciones y me sorprendí al verme reflejada y a la vez deformada en ese cuaderno. Era yo en otra zona de mi vida. Había cruzado un arco. La yo de estas páginas era para mí como esos nombres que escuchamos y nos suenan de alguna parte, pero que no terminamos de poder ubicar en ninguna porción de nuestra existencia. El árbol desolado había encastrado con mi melancolía pasada. Ahora desentonábamos, teníamos que abandonarnos. Cerré la tapa, la sujeté con el elástico negro y, por primera vez, guardé el cuaderno en un oscuro féretro.

About the author Soledad Arienza

Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.

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