Allá no hay invierno ni otoño; la primavera y el verano se alternan cada tres meses. Temperatura promedio: veinticinco grados. La lluvia de agua existe, pero en días acuosos no es obligatorio salir: las actividades están sujetas al ánimo de los habitantes y uno tiene el derecho de quedarse en casa y remolonear. Las flores penden de los faroles de las calles adoquinadas y hacen muecas, a veces hasta acarician la cabeza de los paseantes. Las otras lluvias pueden aparecer en cualquier momento: pueden caer flores, como en Cien años de soledad, o burbujas, para deleite de las personas chiquitas. En todo hogar hay un reducto que siempre permanece seco, para colgar la ropa.
El día en este cosmos comienza a las cinco y media de la mañana y se metamorfosea catorce horas después. Hay una ocasión al año (nunca se sabe cuándo) en la que, como en San Petersburgo, la noche no se tiñe de oscuro. Eventos extraños suceden en esa ocasión: aparecen puercoespines en las ciudades y dirigen el tránsito. Las personas juegan un baile de máscaras con anteojos de sol. No se ven las miradas, se adivinan con la vibración que producen en los labios.
El viento en esta fracción del universo hace mimitos y masajes, siempre que uno se pare en el ángulo indicado. Las veredas son de un material azulado que se hace mullido al pisar. La lluvia de agua deja en los vidrios firuletes de colores que forman diseños caleidoscópicos.
El día es largo y desde mi ventana veo el mar. Mi casa es como las de las películas de Almodóvar, explotada de color, acuífera como la casa en Julieta. A la costa llegan regalos todos los veinticuatro del mes. Ese día se acerca a la orilla una balsa con la ofrenda. A veces es espuma de café encapsulada en dijes de cristal. Otras, uña de gato adivino, o calma en frascos, o una docena de dudas. En ciertos casos, con el mar viene el caos en forma de colores desdibujados.
El mes pasado, se me apareció un rompecabezas: piezas entremezcladas en una botella con algodón de azúcar. Saqué la primera y salieron en vómito las otras, unidas por un hilo fino y firme, dorado. Enrollé la guirnalda entre mis brazos, como hacía con la soga en los recreos de mi infancia, entré a mi casa y la colgué en el marco de la ventana. Las piezas comenzaron a desplazarse con liviandad a los costados y se agrandaron de a una, titilantes, grandes y chicas, de a una por vez. Se soltaron de la soga y se reordenaron, encastradas. El tapiz que formaron tapó la ventana. Esta gran cortina o pantalla me proyectaba en una escena que se repetía.
Estaba en un torneo intercolegial de fútbol, en esas canchitas que se alquilan, y me iba desprendiendo de mis pertenencias. No era algo intencional: en una cancha me dejaba la cartera, en otra apoyaba mi blazer, en la cantina, el moño que sujetaba mi pelo. A la vez era consciente de las pérdidas, pero no me importaba. Quedaba descalza con mi vestido verde esmeralda. Salía de este lugar y Nora me ofrecía llevarme a casa en el auto. Antes de subir, me percaté de mis carencias. Me desconcertaron mi desconcierto y mi docilidad para con la pérdida. Enseguida vuelvo, me di vuelta y empecé a correr hacia las canchas que ahora no eran canchas, era un edificio que conozco bien, un edificio pintado de bordó, que agarra dos esquinas. Esa es la imagen precisa que el tapiz repite sin cesar: el giro y la corrida, el bamboleo del vestido entre las piernas, las piernas que frotan los muslos uno contra el otro para darse más velocidad.
Llamo a Igor para que vea la imagen y me proponga un significado. Él llega pero ya es mar, no hay más proyección ni tapiz, la guirnalda de rompecabezas pende en su lugar. Señalo en silencio unas motas que veo revolotear; ondulan y con cada retroceso avanzan al horizonte. Son las piezas devenidas mariposas, son las chispas que se alejan de mí para formar otra imagen. Son memorias que se van a otro mundo, a reconstruir otro sueño a otro alguien que lo esté precisando.

About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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31 julio, 2024
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