1. Rompí dos corazones en mi vida. Romper un corazón no existe. ¿Qué corazones son los que se rompen? El de la mesa ratona de mi abuela, que estrolé contra el piso mientras corría en círculos por el living, ese se desintegró. Dejó un salpicado de sangre violácea a su alrededor. En rigor, fue el único. Otros corazones no rompí. Tachoné ilusiones y destrocé la confianza que algunos tenían en mí. Pero nada más que eso. Para romper un corazón se necesita una pizca de sadismo y una dosis extra de descaro que no tengo.
2. Ayer caminaba por el cementerio de la Recoleta, en una tarde de falsa primavera de agosto, cuando encontré un hueso en uno de los pasillos. Llorisqueaba marroncito como un oso de peluche alargado. Olía a vainilla y canela. Lo agarré como una posta y fui preguntando en cada tumba, mausoleo, cripta y bóveda hasta que de una a mi derecha salió un silbido cantarín. Juro que pronunciaba “Mío”. El vidrio de este spa del eterno descanso estaba roto. Una reja de dudosa higiene protegía los ataúdes que reposaban del otro lado, en un interior hondo y oscuro, la boca de un estómago voraz. El hueso entero no entraba entre los barrotes. Lo fui desgajado en láminas como quien fractura gajos de mandarinas, y se lo entregué a su dueño. Ahora puede divertirse en paz.
3. Rompí la ley de la hospitalidad el día que decidí que nadie más se quedaría a dormir en mi sofá. Con un monasterio a diez kilómetros, los peregrinos abundaban todo el año. Iban a visitar a la Señora de los Remiendos. Nuestra ley, tallada en las nubes, sentenciaba que todos los habitantes el camino debíamos hospedar por lo menos a tres peregrinos y medio.
La última vez que oficié de anfitriona, el medio peregrino se puso a tocar su bandoneón a las dos de la mañana. Siguió hasta las cuatro y me harté. Me levanté enfundada en sábanas y revoleé el instrumento por la ventana. Se estampó contra la luna, caballito despotricado. Al medio ciudadano, como castigo, le hice cuidar el resto de la noche una planta de aloe vera afiebrada. Fui acusada de cruel e insensible. Dejé de hospedar. Hoy delinco.
4. Le prometí a mi diario íntimo que nunca más rompería las promesas que me hago a mí misma. No espiarás más los buzones y las fotografías de tus ex amantes, rezaba el undécimo mandamiento. Es compulsivo, no puedo controlarme. Me hago promesas truchas, que caducan con solo pronunciarlas. Esa es su gracia.

About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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31 julio, 2024
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