Soy una mujer curiosa y porteña. Nací con el síndrome del Renacimiento.

En lugar de vivirlo como un padecimiento, me basé en él para diseñar una existencia a contrapelo de la hiperespecialización que propone nuestro siglo. Estudié Letras en la Universidad de Buenos Aires. No me satisfizo. Mientras trabajaba como docente apasionada, estudié locución, astrología, criminalística y cosmetología. Combiné estas artes y durante dos décadas dediqué una tarde de la semana a cada una de ellas. Los lunes, gabinete cosmetológico; martes y jueves, cartas natales y consultas astrológicas; miércoles, programa de radio sobre literatura, y viernes, talleres de lectura en el living de mi casa. La única pasión que no pude desplegar fue la criminalística. Quedó como menos que un hobby, fue la huella de haber intentado cumplir uno de los sueños de mi infancia, ser la versión femenina de Sherlock Holmes. Amé mucho. Tuve una novia y varios amantes hasta que conocí a mi compañero, con el que bordé una vida prismática y colorida. Amé a tres gatitos, a una vaca y a múltiples conejos. Nunca dejé de nadar ni de hacer pilates. Pasé muchos atardeceres en manifestaciones frente al Congreso Nacional y llegué a ver cómo los murciélagos tomaban vermut en las cúpulas de ese edificio. Durante dos años seguidos, fui todos los domingos a la Sala Lugones del Teatro San Martín. En ciertas ocasiones, vi películas. En otras, me senté allí con el simple objetivo de escribir y descansar del mundo. Tuve un amor platónico furioso al que casi le confieso mi pasión. No me arrepiento de no haberlo hecho, diez años después nos convertíamos en colegas. Una vez conocí a una señora vestida en tules azules que tenía la certeza de poder hacer bailar objetos con su mente. Murió con su convencimiento y yo aún tengo la duda de que fuera una impostora. Ahora miro un lago y releo novelas de Roald Dahl, mientras una comadreja manchada me mira desde un rincón intrigante con cierta ternura.