A Juan Pablo Castel y Daniel Mantovani
Cuando vi esa silueta, sólo pude detenerme y pensar: “Tengo que retratarla”. Mi asistente de prensa me había asegurado que era una playa desierta, que podía instalarme en esta localidad con la certeza de que nadie cortaría mi pesimismo.
Hace tres días que vivo en una cabaña con poco gusto estético y bastantes falencias habitacionales. Estoy conforme. No comparto la arena con otras personas, lo único que se impregna en mi piel es la salinidad del mar. Me parece algo original, inalcanzable en la ciudad donde vivo.
El día que los encontré estaba a punto de reconciliarme con la realidad externa. Pensé que la batalla estaba perdida, que era hora de volver a enlazarme con esa masa heterogénea que es la humanidad. Hasta que los vi. Abrazados sobre una roca, en equilibrio con el horizonte. Un amasijo de ternura en medio de mi indiferencia: insultante. Quise ignorarlos, poner en evidencia que la cercanía de dos cuerpos no me conmueve, que eran dos puntos en una escenografía sin sentido.
No pude. Di un paso para alejarme, pero mi torso los contemplaba con contundencia. Agarré la cámara que colgaba de mi cuello y apunté borroso. La inmensidad los decoraba, saqué la foto. No se distrajeron con el chasquido del aparato. Escapé a hurtadillas, haciendo huequitos con la arena de mis pies.
Hoy la foto está en un marco en mi escritorio. En los atardeceres rabiosos, le tiro cáscaras de frutas. No las recojo. Alrededor, todo se va pudriendo. Ellos ni se inmutan. Permanecen besados contra el mar.

About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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31 julio, 2024
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