Todavía confundo las puertas y empujo los barrales dorados de las que están cerradas. Al tercer o cuarto intento, doy con una que ceda y me habilite el paso a esa inmensidad. Nunca saco las entradas por internet porque me gusta mantener el ritual de asomarme a la boletería y pedir no más lejos que fila once, en lo posible al centro. A la izquierda, los ascensores, también dorados. En el décimo piso está la Lugones, uno de los santuarios de mi vida. Ahí vi, a sala llena, Las alas del deseo, por segunda vez. Lloré.
Volvemos al inicio. Hacia adelante está el hall con el mural de colores y su espacio camaleónico, escenario de músicos y bailarines sin precio. Recuerdo un viernes de lluvia, por el 2012, reclinada en una de las columnas redondas, escuchando un saxo. A los lados se disparan cuatro escaleras, dos para arriba y dos al inframundo. Las primeras llevan a la Martín Coronado, con las otras se desciende a la Casacuberta. Para la Cunill hay que ir en ascensor. En su intimidad, ideal para obras experimentales y subterráneas, late el paso de los subtes de la línea B. En la Martín Coronado vi joyas reinventadas como Macbeth, La vida es sueño, El jardín de los cerezos, Don Gil de las calzas verdes y deseé tener la elasticidad de los bailarines del Ballet Contemporáneo. En la Casacuberta, deliré con Banegas haciendo Medea, conocí a Veronese y su Espía a una mujer que se mata, vi Hamlet actuado por la compañía del Globe Theatre, aluciné con La soledad de los campos de algodón y tuve bien cerca a Ottavia Piccolo.
Me refugio en el centro de Corrientes, converso con mi tía abuela que ya no brinca por los altibajos de esta realidad y pienso qué pensaría ella de mí. Me gusta visitar el hall a destiempo, los días de la semana, cuando el frenesí está a la orden del día y el barrio se llena de abogados. El placer de sentirme una intrusa vagando por ahí, sin que nadie me requiera. Cada sala está barnizada por la inquietud que me provoca la oscuridad cuando está por empezar una función.
Mi tía abuela nombraba mucho al San Martín pero nunca llegamos a ir juntas. Sí, en cambio al Colón, donde vimos Coppélia. El problema con el Colón es que es demasiado imponente, no tiene ese poder desgarrador, se hace inaccesible en su grandeza. El San Martín en cambio es despojo, líneas simples, años cuarenta, un monstruo que no intimida. Me succiona y hamaca dentro de sí. Me gusta pensar que cada vez que piso este lugar y hago mi ritual de recorrida, Tita me sonríe y, desde el limbo en el que está, murmura algún soliloquio shakesperiano.

About the author Soledad Arienza
Me fascinan las cúpulas de Buenos Aires y el hall del Teatro San Martín. Siento predilección por algunas estaciones de la línea A. Me gusta el verano. Amo la papelería, en general, y los cuadernos y libretas, en particular.
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31 julio, 2024
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