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Día 26. Escribí acerca de la ropa que estás usando ahora mismo, cómo cada prenda llegó a tu vida

Tengo puesto un pantalón gris de mi mamá. Me lo regaló ayer porque según ella, ya no le entra. Engordó dos kilos: “cuando las señoras crecen, les cuesta más bajar de peso”. Me quedó pintado. Es elastizado como me gustan, de un gris afelpado que sigue los movimientos, lo suficientemente formal como para ir a trabajar, aunque con el toque necesario de descontractura. Un hallazgo.

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Día 25. Escribí acerca de un tema del que no tenés idea. Inventá todo

El barrio Parque Chas está ubicado en la zona noroeste de la Ciudad de Buenos Aires. Su trazado y el origen de su nombre son una incógnita. Pocos conocen el por qué de su caprichoso diseño. La realidad es que en 1934, un arquitecto llamado Héctor Luminis, que vivía en la Avenida Triunvirato, salió una noche y se emborrachó. Volvía a su casa alrededor de las seis de la mañana, en completo zigzag, cuando tuvo la idea de planificar un barrio que fuese un laberinto. Una especie de Aleph anticipado, un centro escondido en Buenos Aires en el que confluyeran sus ciudades preferidas del mundo, Londres, Berlín y Dublín. Encontrar este Aleph debería ser difícil: solo las personas de bien podrían llegar a su mismo centro. Los de intenciones malévolas se verían desconcertados por las curvas centrífugas de las calles, que tienen la capacidad de fagocitar a todo aquel que entra desprevenido y con mala espina.

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Día 24. Escribile a alguien que ya no está

Querida Adriana R.:

El día que dijiste basta, estudiaba para el final de Griego. Me acuerdo de estar en mi escritorio, con la pila de apuntes, el diccionario y la lista de textos conocidos. Pleno invierno, veintipico de julio, soleado, el calorcito entraba por la ventana, afuera hacía frío. Estaba con remera de manga larga y mi chaleco de entrecasa. Me sonó el celular y era Chuli, hace años que no hablaba con ella. Me cuenta que ya está, que te habías muerto. Lo esperaba y a la vez no sabía cuánto me iba a pesar tu retirada. Corté y abrí el mail de Hotmail, donde me llegan aún los mails del colegio: ahí estaba el aviso oficial. Se había terminado tu horrible enfermedad, misa mañana, duelo, dolor.

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Día 23. Cómo te parecés a tu mamá

En muchas situaciones, soy como mamá. A mi viejo lo reto cuando habla por celular en la calle (te podés caer) y le pregunto “qué estás tomando”, con el mismo tono materno, cuando veo que agarra algo de la caja de los remedios de su casa. Nos parecemos en que nos gusta desayunar en pijama y usamos medias con ojotas. Uso frases suyas, como que los días de sol la gente sale a pastorear o que a veces la calle Corrientes es una romería. Tenemos gustos parecidos: cuando era joven, a ella también le gustaba que le hicieran mimitos en la cabeza y que le rasquetearan la espalda. Camino igual que mamá (rápido, escapando no sé de qué) y tengo la misma proporción de picardía en la sangre que ella. Entro en pánico cada vez que un alumno se hamaca, porque siento que se puede abrir la cabeza.

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Día 21. Estas son mis raíces

La consigna dice que tengo que escribir esto en un papel lindo, guardarlo en un sobre y ponerle una fecha, para abrirlo cuando crea que pueda necesitarlo. Me gustaría poner una fecha un tanto lejana, de acá a cinco o diez años, y ver qué pasa, dónde estoy en ese momento, si sigo en Buenos Aires, si tengo hijos, si qué. Mis raíces me retienen y a la vez me impulsan a dispararme lejos, bien lejos. Son calles y sensaciones, algunos rostros y la lengua, la mía que, como dice Andruetto, es mía y no sólo mía. Ayacucho, el queso en fetas de Celentano, los barrios como el Palermo de Carriego que narra Borges, los trabalenguas de Mimí y su frustración con mi torpeza al subir el tobogán, María Elena Walsh, tener el título bajo el brazo, eso es lo que importa, no te asustes con las zozobras económicas que acá siempre vivimos en crisis. El ladrillo de la pared del colegio en el banco donde me sentaba en 5to año, en el cruce de Thames y Guatemala, mirando periféricamente el edificio asimétrico de enfrente con las parejas que hacían el amor a escondidas, y el vendedor de helados atornillado en la esquina desde las cuatro y veinte. Esa sonrisa, nunca la pierdas, eso me lo dijo Luisito, y me sostiene en pie hasta hoy.

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Día 20. Escribí acerca de un lugar que amás

Todavía confundo las puertas y empujo los barrales dorados de las que están cerradas. Al tercer o cuarto intento, doy con una que ceda y me habilite el paso a esa inmensidad. Nunca saco las entradas por internet porque me gusta mantener el ritual de asomarme a la boletería y pedir no más lejos que fila once, en lo posible al centro. A la izquierda, los ascensores, también dorados. En el décimo piso está la Lugones, uno de los santuarios de mi vida. Ahí vi, a sala llena, Las alas del deseo, por segunda vez. Lloré.

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Día 19. Describí tus rituales matutinos en tercera persona

Los fines de semana, se despierta sin límites. Cuando el sueño cabalga lejos, sus párpados se despegan y comienzan unos minutos de incertidumbre: no tiene en claro dónde está. Se ubica con el rayón de luz imposible de tapar entre las dos cortinas de la ventana. Estira las piernas, traba las rodillas como si fueran a quebrarse: comienza el remoloneo. Quince minutos, media hora, una, lo que dé.

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Día 18. Escribí acerca de la vez que rompiste un corazón/ un hueso/ una ley/ una promesa

1. Rompí dos corazones en mi vida. Romper un corazón no existe. ¿Qué corazones son los que se rompen? El de la mesa ratona de mi abuela, que estrolé contra el piso mientras corría en círculos por el living, ese se desintegró. Dejó un salpicado de sangre violácea a su alrededor. En rigor, fue el único. Otros corazones no rompí. Tachoné ilusiones y destrocé la confianza que algunos tenían en mí. Pero nada más que eso. Para romper un corazón se necesita una pizca de sadismo y una dosis extra de descaro que no tengo.

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Día 17. Escribí acerca de algo que no te gusta hacer

Hacer arte con los alimentos: no me sale y hasta ahora nunca me interesó aprender. Una plaga de nervios me acosa si intento acercarme a una receta más o menos elaborada. Dicen que cocinar relaja. No es mi caso. Comprendo el valor simbólico de nutrir, el gesto de la transmisión de un tesoro subjetivo, la ofrenda, el pasaje de amor y de un legado. No hay caso. A ese club no pertenezco. Me está vedado. Me perdí el pasadizo secreto que hace la entrada a ese mundo mucho más amena y no sé por dónde empezar a buscarlo.

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